PARA SALINGER, WITH LOVE AND SQUALOR

A veces parecía que hubiera muerto hace mucho tiempo, y la noticia de que murió físicamente este 28 de enero, recién rebasados los 91 años, no desmiente esa sensación extraña de ser y no estar (o de estar y no ser) que aquel hombre forjó, incluso a golpes. Porque quizás desde hacía casi medio siglo J. D. Salinger estaba muerto, como suelen morir los escritores: cuando dejan de escribir. Pero lo que sí resulta incontestable es que su muerte nunca sería posible porque, gracias a lo que ya había escrito, Salinger era, es y será, y más desde ahora, terriblemente inmortal (para decirlo con uno de sus más queridos adverbios).

Su último suspiró (o el paso necesario para acceder a una nueva reencarnación budista) lo exhaló tal y como él lo había decidido: lejos del mundo, en total silencio, en aquel remoto rincón de New Hampshire llamado Cornish, donde se había autorrecluido voluntaria y férreamente a vivir en paz y en meditación.

Murió del modo salingeriano en que siempre había vivido. Porque nunca un escritor se ha parecido de una manera tan visceral a sus personajes: hasta el final Salinger fue una mezcla del adolescente Holden Caulfield de The Catcher in the Rye con una síntesis de cada uno de los hermanos Glass, protagonistas de varias de sus novelas y relatos: un hombre atormentado que no encuentra ni encontró un lugar en el mundo material y persiguió su sitio en la sunya (vacío) del budismo zen cuando abrazó esta filosofía.

Un narrador que se consideraba a sí mismo lo más importante que le había ocurrido a las letras norteamericanas desde la existencia de Herman Melville, que conoció la guerra y el fracaso literario a los veinte años, que ganó la fama y la fortuna a los treinta, que le dio las espaldas a los efectos de su celebridad y a toda actividad social a los cuarenta y que a los cuarenta y cinco cortó la última amarra con el mundo de la publicación cuando entregó a The New Yorker el relato “Hapworth 16, 1924”, es, definitivamente, un personaje literario más que un hombre real.

El hastío existencial que lo llevó a la practica del zen y la decisión terriblemente dramática (sí, terriblemente) de vivir en soledad y no volver a publicar ningún texto cuando ya era considerado un clásico de la literatura universal y un icono de toda una generación y de los traumas de un país, se asemeja más a una obra de ficción que una vida terrenal. Pero es que en Salinger todo fue literatura y todo lo que nos legó fue más literatura. Quizás –y sería lamentable- no tanta como debía…

Porque el verdadero misterio de su existencia, que ahora se convierte en expectación, es si en realidad su silencio fue solo editorial o si fue también creativo. La afirmación que algunos aseguran que le oyeron decir de que seguía escribiendo, pero solo para su placer, no para publicar (tan parecida a la de Juan Rulfo y su inexistente próxima novela, anunciada por décadas) alumbra como una luz de esperanzas en el fondo de una cueva. ¿Qué habrá escrito –si es que escribió? ¿Más historias de los hermanos Glass? ¿Los frutos de su contemplación y meditación budistas?

Como tanta gente que hoy habita la tierra y ha leído a Salinger, mi primer encuentro con su obra ocurrió cuando ya él había roto relaciones con el mundo de las publicaciones. Y el encuentro fue brutal: de la conmoción que me provocó The Catcher in the Rye (la pieza que lo haría célebre en 1951) pasé a la lectura –y casi muero de envidia- de sus Nine Stories (editadas en 1953), para caer después, deslumbrado, en Franny and Zooey (mi Salinger preferido, de 1961), y terminar en el apocalipsis de Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour: An Introduction (su último libro, casi agónico, salido de las prensas 1963). Desde entonces me hice militante del partido de los salingerianos, leí una y otra vez cada uno de esos libros, me metí en la vida de sus personajes y hasta me apropié del sentido de uno de sus relatos (“For Esmé -with Love and Squalor”) para tratar de escribir, yo también, “historias escuálidas y conmovedoras”, como las que prefería leer la adolescente Esmé.

Desde entonces, por tantos años, me ha acompañado un sueño: que Salinger, allá en su refugio del norte, no solo se dedicara a meditar, sino también a escribir (como dicen que alguna vez dijo). Porque un hombre capaz de crear tanta belleza, de provocar la inquietud que nos dejan sus libros, de lograr la perfección que otros jamás podremos siquiera rozar, de engendrar criaturas capaces de cambiarnos la percepción del mundo, no tiene el derecho de cerrar el grifo y dejarnos con sed. Salinger tenía que seguir escribiendo: y si no lo hizo cometió uno de los crímenes más imperdonables en la historia de la literatura.

Pero como yo sé –claro que lo sé- que tuvo que escribir durante estos años de silencio, desde ahora espero que alguien ponga a circular sus manuscritos y desde este lado del mundo donde aguardamos el momento de nuestra próxima reencarnación, le deseo a J. D. Salinger una feliz llegada a su nuevo estado: y se lo deseo with love and squalor… (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Leonardo Padura, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas y su más reciente obra, El hombre que amaba a los perros, tiene como personajes centrales a León Trotski y su asesino, Ramón Mercader.

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