Hace unas semanas al fin pude ver Katyn, la más reciente película del gran director polaco Andrej Wajda. Desde entonces me persiguen las últimas escenas del filme, sabiamente demoradas por el realizador, esas secuencias en que al fin «vemos» lo que ya sabíamos: la ejecución de 20 mil oficiales del ejército polaco a manos de soldados de un ejercito de ocupación soviético que, a mediados de 1939 y como parte de los protocolos del pacto Molotov-Ribbentrop, invadieron el este polaco.
Pero, ¿desde cuándo sabíamos de esas ejecuciones? ¿Solo desde que avanza el argumento de la película, o desde que buscamos información sobre lo ocurrido en los bosques de Katyn o fue desde antes? Si fue desde antes: ¿cuántos y desde cuándo sabíamos la verdad de lo ocurrido, habida cuenta de que el propio Churchill, aliado de los soviéticos en 1944, aceptó por elementales conveniencias políticas la versión de que habían sido los fascistas alemanes los autores de la matanza?
Más que por lo ocurrido en Katyn, dramático y horripilante de por sí, las imágenes perseguidoras han venido propulsadas por una pregunta más abarcadora y terrible: ¿cómo fue posible ocultar, pervertir la verdad histórica y pretender el silencio y hasta el engaño que nos envolvi durante décadas?
Muy recientemente otras imágenes, en muchos sentidos ligadas a las de las ejecuciones de los oficiales polacos, me llegaron por la televisión y por las páginas de los periódicos y reforzaron mi pregunta sobre la extrema debilidad y la manipulación sostenida de una verdad histórica.
Estas últimas visiones tenían que ver con lo ocurrido en Moscú, en los días finales de diciembre pasado, cuando muchísimos rusos -no me atrevo a arriesgar una cifra- celebraron y honraron la memoria de Iosif Vissarionovich, más conocido como Stalin, a propósito de los 130 años de su natalicio. Personas desfilando por las calles de Moscú con los retratos del líder soviético (ya se sabe que retocados para eliminar sus rasgos georgianos) mientras periódicos de sonoridades que creíamos perdidas, como Pravda, órgano del partido comunista que en su época dirigió Stalin, le dedicó el día del aniversario un reconocimiento que, a estas alturas de la historia y las revelaciones de la obra de Stalin, pueden resultar cuando menos repulsivo.
Pero esos actos sirven para demostrar que después de ventilados muchos de sus crímenes, el «sepulturero de la Revolución», como tempranamente lo llamó Trotski, aun tiene seguidores y admiradores. Algunos de ellos, incluso, llegaron a pedir, por el aniversario cerrado, un día de «gracia» durante el cual no se injuriara la memoria del «conductor de pueblos».
El proceso de develación de la verdad histórica del estalinismo fue largo y difícil. Desde que en el nada secreto informe que presentara Jrushev al Comité Central del Partido Comunista Soviético en 1956, se reconocieran los «errores» y «arbitrariedades» del Secretario General muerto tres años antes, debieron transcurrir varios quinquenios para que el mundo pudiera tener una cabal idea del calibre de los «errores» que iban desde el terror y las crueldades sicológicas a las que sometió a cada ciudadano del país de los soviets, hasta los desastres económicos, ecológicos y étnicos, las traiciones y maquinaciones, la destrucción del gran arte (y los artistas) ruso, la perversión de la utopía de la igualdad y, sobre todo, los millones y millones de muertos que provocó (o directamente ordenó asesinar) desde su silla de Secretario General del Partido.
Sin embargo, todavía existen hombres para los que esas verdades no parecen contar a la hora de realizar el balance de la historia. Lo más terrible de esa actitud alentadora del olvido, es que, para no reconocer que fueron engañados, manipulados y también ellos pervertidos, sobre todo pervertidos, esos salvaguardas de la memoria de Stalin necesitan ensalzar la figura de uno de los hombres más nefastos de la historia.
Ya había leído que en mayo de 2009 el actual presidente ruso, Dmitri Medvedev había promovido la creación de un comité de expertos para salvaguardar la «memoria histórica», con la intención de «contrarrestar intentos de falsificar la Historia y los intereses de Rusia». Uno de los «expertos», declaró entonces que era preciso «escoger qué manuales de historia dicen la verdad y cuáles no». Y ejercer la censura. Más aún: se propone una ley que castigaría con multas y hasta con cárcel a quienes se atrevieran a cuestionar la actuación del régimen de Stalin durante la II Guerra Mundial.
El proceso de blanqueamiento de la memoria de Stalin y su sistema se completa con el cierre de determinados archivos donde existe material referido a los crímenes durante la guerra y la deportación de nacionalidades. No es casual, entonces, que aparezcan textos de historia donde apenas se califique a Stalin de «eficiente dirigente».
Aunque en la misma Rusia se levantan voces contra este intento de borrar una verdad histórica que se ha logrado establecer en las dos últimas décadas, y mientras el gobierno ucraniano reclama que se considere «genocidio» el proceso de colectivización de la tierra impulsado por Stalin (que costó alrededor de diez millones de vidas, algunas cegadas en actos de canibalismo provocado por la hambruna), las presiones sobre la pobre verdad histórica continúan, y no dudo que triunfen. Porque tras ese proceso hay, además, obvios intereses políticos.
Vasili Grossman en su monumental novela Vida y destino (tan o más demoledora que el Katyn de Wajda), desgaja, entre otras perlas, esta frase referida al terror en la URSS: «Y no ya decenas de miles, ni siquiera decenas de millones, sino masas ingentes de hombres fueron testigos sumisos de la masacre de inocentes. Pero no solo fueron testigos sumisos: cuando era preciso votaban a favor de la aniquilación en medio de un barullo de voces aprobador». ¿Ese barullo es el que, en su crescendo, trata de tapiar a una criatura tan débil como la verdad histórica? ¿La culpa heredada, el miedo genético, la sumisión al fuerte los empuja hacia desfiles y silencios? ¿Qué destino espera a esta y otras verdades históricas?
La ironía de toda esta historia de perversiones ha sido expresada de manera magistral por otro novelista, John Connolly, cuando asegura que, al final de todo, de la Unión Soviética forjada por Stalin no le llegó a los Estados Unidos el peligro del comunismo, sino el canto al capitalismo en forma de las mafias rusas que se engendraron dentro de la sociedad igualitaria que pretendió cambiar la humanidad pero que Stalin corrompió y, desde su tumba, hoy trata de silenciar.(FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas y su más reciente obra, El hombre que amaba a los perros, tiene como personajes centrales a León Trotski y su asesino, Ramón Mercader.