CAMBIO CLIMÁTICO: Desigualdades fatales en imperio de la ciencia

«El archipiélago de Japón se hundirá dentro de un año». El anuncio oficial se produjo tras una violenta erupción del monte Fuji, y luego se multiplicaron los terremotos por todo el país, desafiando al mundo a acoger a 110 millones de personas en pocos meses.

Crédito: Fabricio Vanden Broeck
Crédito: Fabricio Vanden Broeck

Una furiosa batalla diplomática logró una dubitativa solidaridad para evacuar a 65 millones de japoneses. Veinte millones se hundieron con las islas, muchos de ellos voluntariamente, por amor a la Patria o para ceder lugar en la fuga a los más jóvenes. Los demás, se supone, murieron antes, víctimas de temblores, tsunamis y otros cataclismos.

Este relato es de una novela de anticipación, publicada en 1973 en Japón y traducida en Francia cuatro años después, titulada «El hundimiento de Japón». El autor, Komatsu Sakyo, imagina la hecatombe a partir de fenómenos naturales posibles, como la intensificación y alteración de los movimientos de la corteza terrestre bajo el océano Pacífico.

Más acá de la ficción, el mundo vive inundaciones cada día más frecuentes y la inminencia de múltiples hundimientos de naciones isleñas y ciudades costeras, todos hechos provocados por la acción humana.

El peligro viene del aire, más que del subsuelo, pero con consecuencias igualmente trágicas, sólo que menos impactantes por la dispersión geográfica y temporal.
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Posiblemente se necesite una catástrofe de la magnitud narrada por Sakyo para que el mundo llegue a un acuerdo efectivo que evite un recalentamiento global suicida.

Ciertas transformaciones, especialmente contra la marea económica, sólo se materializan luego de tragedias o rebeliones excepcionales. La crisis financiera del año pasado, por ejemplo, fue insuficiente para promover cambios estructurales.

La magnitud no se limita sólo a la cantidad de víctimas, sino a la extinción total de una nación rica como Japón, al que en los años 70 muchos veían como desafiante de la hegemonía económica estadounidense. La novela es también una crítica a la reconstrucción de la soberbia nipona.

La probabilidad de que los países tropicales, especialmente los pequeños y pobres, sean los que más sufran los efectos del recalentamiento global no tiene la misma capacidad de estimular una cooperación que parecería natural en este caso, por tratarse de una amenaza que afecta a todos.

La crisis climática realza las múltiples dimensiones de las disparidades entre naciones, dificultando las negociaciones. Los principales temas, las metas obligatorias de emisiones y financiamiento, dividen al mundo entre los ricos y los demás, con una clase media de naciones cuya pretensión de seguir revistando en las filas de los pobres es rechazada por los ricos.

Esa desigualdad es la que dificulta todas las negociaciones multilaterales, sean comerciales, financieras, de patentes o sanitarias.

Todas son oportunidades para que los países en desarrollo reduzcan la brecha y obtengan más ayuda al desarrollo, ahora con el incuestionable argumento de la acumulación histórica de gases invernadero en la atmósfera, a cargo de los países industrializados.

Pero los bloques construidos en otros foros carecen de consistencia en la cuestión climática. Brasil, por ejemplo, es constantemente presionado por los ambientalistas a disociarse del Grupo de los 77 (G-77), la coalición de más de 130 países en desarrollo, para contribuir a un acuerdo y recuperar el liderazgo que desempeñó en la negociación de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, en 1992, y del Protocolo de Kyoto, en 1997.

Por sus facilidades específicas para reducir emisiones de gases invernadero –poner fin a la deforestación e incrementar la energía limpia que ya ha desarrollado en abundancia– Brasil podría asumir metas ambiciosas en su propio beneficio, arguyen los ecologistas.

China, asociada al G-77, se volvió un cuerpo extraño al codearse con Estados Unidos en volúmenes de emisiones de gases contaminantes, construir una central termoeléctrica a carbón por semana y disponer de más de dos billones de dólares en reservas.

Asusta imaginar a los 1.300 millones de chinos en una marcha acelerada hacia la industrialización y el consumo que hoy se reconoce no sustentable.

Es muy distinta la posición objetiva de países ricos en combustibles fósiles y de los dependientes del petróleo importado. Latitudes y altitudes, la abundancia de bosques, la amenaza de la desertificación o la dependencia de glaciares, son muchos los aspectos que marcan diferencias ante el cambio climático.

Los numerosos estados insulares luchan por la supervivencia y por eso, junto con los africanos amenazados por la desertificación y pérdidas agrícolas fatales, reclaman un límite de 1,5 grados para el calentamiento global en este siglo. Pasar ese umbral puede significar la muerte o el desplazamiento de pueblos enteros.

Pero, ¿de qué fuerza disponen esos países para contraponerse al límite de dos grados que se ha adoptado para frenar el aumento de la temperatura?

Aquí no se trata de imposiciones de los países ricos ni de una lucha de clases entre Estados. Estudios y evaluaciones científicas están dictando los objetivos a cumplir. El cambio climático consagró un nuevo poder absoluto, el de la ciencia, cuyas conclusiones pasan a determinar la vida de todos.

Algunos miles de científicos que participaron en los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) consensuaron que dos grados de calentamiento hasta 2100 es el límite posible y tolerable. Más allá, sería el caos.

Los escépticos no cuentan. Son marginales y, en muchos casos, sospechosos de defender intereses del sector de los combustibles fósiles, o contrariados por el intento de evitar el gran desastre climático.

Ya han surgido manifestaciones contra ese dictamen de los investigadores climáticos, reclamando mayor participación de la sociedad en las decisiones, con sugerencias incluso de celebración de referendos. Pero es un campo en el que las premisas están fuera del juego «democrático». El cambio climático es un dato, no un problema.

La política sólo puede decidir como manejar el fenómeno; cuestionarlo o modificar sus datos es competencia exclusiva de los científicos.

Esta nueva dimensión de lo que muchos denominan la «era del conocimiento» dictará reglas en muchas actividades, exigiendo eficiencia energética, y forzando cambios de consumo y de hábitos, como ya ocurre en el campo de la salud con el tabaco, por ejemplo.

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