EL HOMBRE, LOS CONFLICTOS Y LAS SOCIEDADES

Mientras la guerra en Iraq desencadenó manifestaciones masivas en todo el mundo, el aumento del número de combatientes en Afganistán sólo genera breves debates en pocos parlamentos. Obviamente, la intervención en Afganistán es mucho más «legítima» que la invasión a Iraq, basada en los falsos presupuestos de la existencia de armas de destrucción masiva. Pero no deja de ser significativo que la guerra, con sus altos costes humanos, sea aceptada como inevitable, y que hasta el movimiento por la paz en el mundo aparezca resignado.

Lo cierto es que el hombre tiende a activar los conflictos como algo natural y espontáneo. Sólo una sociedad de leyes y de normas logra controlar en parte esta tendencia.

Con el pasar de los siglos, los principios y los valores adoptados por las sociedades se han ido afinando. Por ejemplo, ahora se comienza a admitir que pueda haber intervención humanitaria internacional en situaciones de conflicto que afecten a numerosos civiles. Es decir, las guerras no tienen que superar ciertos límites de barbarie.

La pregunta es si hoy se podría volver a destruir Dresden o Hiroshima sin suscitar una repulsa moral universal que estos dos ejemplos de aniquilación de civiles (y no de objetivos militares), no motivaron en la conciencia de la época. En otras palabras, los conflictos tienen como marco el nivel de civilización en el cual se originan. Cuanto más primitiva es una sociedad, más frecuentes son los enfrentamientos y la muerte de civiles inermes, mujeres y niños.

Pero imaginemos que un extraterrestre desciende en una ciudad de nuestro planeta y pregunta dónde está. Le explican que las sociedades terrestres están organizadas en naciones. El extraterrestre quiere saber como se relacionan estas naciones, y le contestan que esa es la función de una institución llamada Naciones Unidas que representa a todos los países y está formada por la Asamblea General, el Secretariado, y el Consejo de Seguridad, que tiene la responsabilidad de evitar las guerras. El extraterrestre, que ignoraba la existencia de las guerras, pregunta como se hacen, y le responden que con armas. Y le informan después que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad con derecho a veto, son los responsables del 82% del comercio de armas en el mundo (Estados Unidos es, de lejos, el mayor comerciante). A este punto el extraterrestre parte en su nave de última generación a la búsqueda de un planeta más lógico en el que hacer turismo de paz.

Es, talvez, por esta falta de lógica que los grandes acontecimientos suelen despertar la esperanza de un futuro mejor. El fin de la Guerra Fría suscitó la expectativa de una significativa reducción de los gastos militares y la consiguiente disponibilidad de un ingente «dividendo de la paz» para invertir en el desarrollo de los dos tercios de la humanidad en el Sur del planeta. Ese dividendo nunca se hizo efectivo y Estados Unidos gasta hoy en armamentos una suma igual a la de los 20 países que le siguen en este triste ranking.

Obviamente, las guerras cambian. Ahora estamos inmersos en la teoría sobre el supuesto Choque de Civilizaciones, como se ha denominado al conflicto con Al Qaida, los talibanes y otros movimientos radicales islámicos, lo que presume un enfrentamiento entre la civilización judeo-cristiana y la civilización musulmana.

Aunque el artículo de Samuel Huntington que sentó la teoría del Choque de Civilizaciones fue publicado en 1993 y mucho se ha escrito y debatido desde entonces sobre el argumento, no ha habido en estos años una verdadera reflexión en la comunidad internacional que indagara las causas y formulara recomendaciones si se exceptúa la comisión creada hace diez años por España y Turquía que reunió a personalidades de alto nivel de todas las partes. La conclusión principal es que no se trata de un choque o una guerra entre civilizaciones sino de conflictos puntuales dentro de civilizaciones. En este marco conceptual se enfoca el objetivo original de Al-Qaida de asumir el control del mundo árabe, y la lucha contra los infieles que apoyaban a los gobiernos corruptos del área ha sido una consecuencia de aquella finalidad. Y cuando un ministro italiano se exhibe con una camiseta que lleva impresa una caricatura sobre el Profeta Mahoma, en el mundo islámico insurgen manifestaciones de protesta que cuestan la vida a 22 personas en Libia, como derivación de un conflicto interno de la civilización cristiana. En efecto, el ministro buscaba explotar el fundamentalismo católico a favor de su propio partido, la Lega, que revindica la secesión del norte de Italia del subdesarrollado sur del país.

Hace ya un decenio la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el informe de la comisión y sus recomendaciones para un Programa de Acción sobre una Cultura de Paz, que es uno de los documentos más modernos y éticos emanados de la comunidad internacional. Muy poco se ha concretado con el paso del tiempo. Pero este esfuerzo ha elevado el nivel de civilización en la que vivimos, y convierte a las guerras -si cabe-, en más odiosas. Cada oleada de paz en contra de una muralla de violencia contribuye a su derrumbe. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Roberto Savio, fundador y presidente emérito de la agencia de noticias Inter Press Service (IPS).

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