Hace un siglo, en agosto de 1909, la ciudad de Barcelona estaba bajo una represión militar, que se extendió hasta el mes de octubre. Todo había comenzado el 26 de julio con un incendio de multitud de brotes. En pocas horas, 112 edificios fueron destruidos, 80 establecimientos religiosos fueron dañados por las llamas, 33 escuelas resultaban inservibles, además de 11 hospitales. El desastre no fue resultado de un terremoto, sino de una revuelta popular. La reacción no se hizo esperar: 2.500 detenidos, 60 condenas perpetuas, 17 penas de muerte y cinco ejecutados.
Las causas del trágico episodio no son exclusivamente catalanas o españolas, sino que tuvo raíces americanas, y más concretamente cubanas. La chispa saltó en Barcelona cuando se declaró una huelga general como protesta por el embarque en el puerto de tropas con destino a Marruecos.
El caso español neocolonial era peculiar. Los reclutas que eran destinados al otro lado del Mediterráneo eran los que no se habían podido librar del servicio forzoso por no haber tenido a su alcance unos 6.000 reales (apenas 200 dólares hoy) con los que pagar por un desgraciado sustituto. Este sistema había sido escandalosamente puesto en práctica en la demencial aventura colonial en Cuba, Puerto Rico y Filipinas que comenzó a desintegrase lamentablemente cuando en febrero de 1898 el acorazado norteamericano Maine fue volado en la bahía de La Habana.
El Desastre (el final de la guerra llamada Spanish-American, para mayor gloria del Presidente Teddy Roosevelt) produjo como efectos negativos colaterales, más que la derrota y el término del espejismo colonial español, tres importantes consecuencias. La primera fue el sumario traspaso de la soberanía de los tres archipiélagos e islas bajo el control estadounidense.
En España, el efecto fue la plasmación de la Generación del 98, que se propuso la introspección y el análisis del ser de España (confundido frecuentemente con Castilla). Políticamente, el Desastre lanzó a la monarquía española a congraciarse con los militares que se habían sentido engañados con la humillación bélica. Desaparecido un imperio en dos océanos, se trató de sustituirlo por una nueva empresa colonial que había quedado soslayada por el descubrimiento americano en 1492. España recobraba su destino manifiesto en el norte de Africa.
Los militares recibían una misión alternativa. Pero España y Barcelona estaban pobladas de una sociedad con una gran desigualdad. Los de abajo debían trabajar una docena de horas para poder ganarse el sustento. Los de arriba se habían paradójicamente beneficiado del desastre colonial por la repatriación de capitales. La industria catalana ya había superado su fase textil y había incurrido en los campos de la energía y las infraestructuras del metal. Los magnates (Eusebi Güell, patrocinador del arquitecto Antoni Gaudí) se habían prendado de unas minas de hierro en la región del Rif en Marruecos. Los rifeños adaptaron el arte bélico español de las guerrillas, inventado contra la ocupación napoleónica. El ejército ya tenía una tarea concreta.
En Barcelona el anarquismo estaba en auge. La capital catalana era conocida en Europa como la ciudad de las bombas y las barricadas. El anticlericalismo era notorio en las clases populares, y el auge del catalanismo, tanto moderado como radical, era creciente.
Ante el embarque inminente en el puerto barcelonés, las familias de los que se habían librado del servicio militar mediante pago, tuvieron la perversa idea de despedir a los desafortunados reclutas con medallas religiosas y ramos de flores. Las madres y esposas de los enviados como carne de cañón instigaron a la huelga y al vandalismo.
Con el orden restablecido y el agotamiento de los sublevados, vino la represión. Entre los ejecutados, chivo expiatorio pues nada tuvo que ver con el planeamiento de los hechos, destaca el intelectual anarquista Francisco Ferrer y Guardia. Fundador de la Escuela Moderna, trató tardíamente de encauzar el aparente fervor revolucionario y falló estrepitosamente. Los enfrentamientos sociales no desaparecieron. Las diferencias políticas se mantuvieron incólumes en las siguientes décadas. Tras el fracaso de la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923/1930) , con la que el rey Alfonso XIII se hizo el harakiri político, la Segunda República fue frustrada por el general Francisco Franco, y la Guerra Civil (1936/1939) fue el lógico desenlace de los errores que habían culminado con el desastre de 1898. Significativamente, la frase popular de más se perdió en Cuba tiene dimensiones más amplias. (FIN/COPYRIGHT IPSI)
(*) Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.