No hace mucho tiempo, la gente en el planeta vivía sin la congoja de la ausencia de seguridad. Se asumía que el estado normal era la inseguridad. La sufrían tanto los débiles como los poderosos, los ricos y los pobres, los colonizados y los imperialistas ocupantes. Se vivía, comparativamente, con más normalidad, resignación, fatalismo. El mundo era, por así decirlo, de derechas, conservador a la fuerza. Solamente una minoría de osados visionarios, idealistas y desafiantes ante el reto del cambio, se atrevían a correr el riesgo, frecuentemente con un alto precio (represión, encarcelamiento, ejecución, exilio, según su suerte).
Ahora, y muy especialmente desde el final de la Guerra Fría y sucesivamente del 11 de Setiembre, el panorama es diferente: todo el mundo vive en tensión, temeroso al acostarse, ponerse al volante del automóvil, abrir la puerta de casa, tomar un examen, transitar por una calle o subirse a un avión. El mundo es hoy más inseguro (o así lo perciben los ciudadanos). Esta sensación, curiosamente, contrasta con los datos objetivos: la inmensa mayoría del planeta vive hoy mejor que sus antepasados.
El origen de esta contradicción es que si en el pasado las amenazas estaban plenamente identificadas, hoy son más difíciles de detectar y por lo tanto de enfrentar. Frecuentemente, lo que son síntomas superficiales y efímeros esconden el mal perenne y endémico. En algunos casos notorios, una vez que se certifica la existencia de una amenaza concreta, los remedios a aplicarse son elusivos, erráticos e ineficientes. En diferentes continentes y en distintas épocas esta experiencia ha sido variada.
En Europa, el reto desde el Imperio Romano estuvo constituido por la necesidad de controlar un territorio y unas riquezas naturales para alimentar a la población que luchara por reyes y emperadores, que garantizarían la seguridad precaria pero palpable. Paradójicamente, cuando el pueblo ya no luchaba por el monarca divinizado, sino por la recién descubierta nación, ésta se convirtió en la amenaza interna.
Capturado por las ideologías, el nacionalismo produjo la casi destrucción de la civilización europea en la larga Guerra Mundial -de 1914 a 1945-. Con Europa partida en dos, bajo la atenta mirada de Moscú, al oeste del Telón de Acero se extendieron tenazmente dos mantas de seguridad: la Unión Europea y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
El final de la Guerra Fría y el surgimiento del terrorismo de origen islamista han hecho regresar la sensación de inseguridad. El nacionalismo ha sido resucitado por la amenaza de la inmigración incontrolada.
Al otro lado del Atlántico, las primeras décadas de vida de Estados Unidos estuvieron aquejadas de la inseguridad del regreso del control británico, subsistente en Canadá y en el Caribe. Luego la amenaza interna se presentó por el peligro de la secesión, erradicada contundentemente por el Presidente Abraham Lincoln. Pero la victoria del norte dejó incólume la discriminación racial en su dimensión social y económica. La incómoda variedad de las oleadas de recién llegados se trató de suavizar con el mito del crisol de razas. Cuando Estados Unidos amplió su destino manifiesto para reclamar la hegemonía mundial, la amenaza quedó identificada con la Unión Soviética.
Derribado el mito de la competencia de Moscú, Estados Unidos se ve ahora amenazado por la inmigración imparable, la extensión de la discriminación (no solamente por raza, sino por nivel social), el consumo de drogas, y recientemente por el nuevo terrorismo internacional. El mesianismo que impele la aventura de Iraq, como en su día lo hizo el idealismo en Vietnam, ha dividido la conciencia de los norteamericanos en sentirse lejanamente aquejados por otra guerra exterior. La amenaza interior, sin embargo, es ahora la grave crisis económica, no por ser nueva y universal, sino porque impacta en la médula del capitalismo y del mercado, incuestionados cimientos de la esencia nacional.
En América Latina, perennemente contaminada de los vaivenes de Europa y Estados Unidos, la amenaza inicial, una vez roto el vínculo colonial con España (Brasil aparte), estuvo constituida por la carencia de un Estado-nación de opción, no de base étnica, en el modelo norteamericano. El Estado que debía responder a las expectativas (educación, vivienda, salud) de los criollos originales y las oleadas inmigratorias quedó reducido a su papel represor. Curiosamente, los ejércitos (salvo los casos contados de enfrentamientos por reivindicaciones fronterizas) no se dedicaron como los europeos a aniquilarse mutuamente. Ante las convulsiones e intentos revolucionarios, las fuerzas armadas fueron el eje del autoritarismo. La amenaza (o la excusa) fue la expansión marxista que, salvo el caso de Cuba, nunca se sublimó.
La verdadera amenaza latinoamericana, sin embargo, es la consecuencia del fracaso no solamente del Estado, sino de la nación. La sensación de no poder pertenecer (social, económica, y precariamente políticamente) a esa elusiva nación convierte en negativo el plebiscito diario con el que los latinoamericanos se van a casa, según la metáfora de Ernest Renan. Hacen cuentas y comparan: no vale la pena. La exclusión social y la pobreza se magnifican en la desigualdad, en medio de una corrupción omnipresente y la criminalidad que provocan el ansia de emigración. Y de nada sirve culpar a los enemigos externos. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).