VIVIR EN LA HISTORIA

El 23 de noviembre de 1963 yo era un niño de apenas ocho años, pero como casi todos los habitantes de la tierra que en ese momento tenían capacidad de raciocinio, recuerdo aquella tarde dramáticamente histórica con una nitidez que siempre me sorprende: estaba en el patio de mi casa cuando una vecina llamada Mérida entró por el pasillo lateral de su casa anunciando a voz en cuello, jubilosa, que habían matado al “hijo de puta” de Kennedy.

La noción de cómo la vida de cada uno de nosotros transcurre en lo que llamamos la Historia –esa acumulación indetenible de hechos y cotidianidades- fue una ganancia que obtendría años después, luego de muchas lecturas y experiencias vividas. Recuerdo, por ejemplo, cómo una visión y un comentario recibidos veintiséis años después del asesinato del presidente Kennedy me despertaron abrumadoramente esa sensación de lo histórico que casi siempre pasa por nuestro lado sin que tengamos plena conciencia de su cualidad. Fue en 1989 cuando, apenas con un mes de diferencia, tuve la ocasión de visitar la casa mexicana donde fuera asesinado León Trotski (otro hijo de puta, habría dicho Mérida) y de recibir la noticia de que en Berlín la gente deshacía ladrillo a ladrillo un muro infame: entonces le escuché decir a mi madre una frase que me removió: “Yo pensé que no iba a ver en vida cómo se caía ese muro”. La relación que en ese instante establecí entre un crimen inútil y el fin de una época, me revelaron que estaba asistiendo a un cataclismo histórico.

Pocos países, épocas y generaciones como la generación de cubanos a la que pertenezco ha tenido que lidiar, cotidiana y sistemáticamente, con tanta carga histórica. Para nosotros el hecho de vivir en la Historia, de ser parte de ella, ha sido algo más que un slogan político de discursos movilizadores pues desde que tenemos uso de razón –más o menos por esos días en que gobernaba “el hijo de puta” de Kennedy- la Historia se ha inmiscuido en nuestras pequeñas vidas y las ha movido por los caminos que ella ha dispuesto, al margen de nuestras también pequeñas y muchas veces inconsultas voluntades. Tanta Historia a cuestas, al fin y al cabo ha provocado un efecto extraño: lo que he llamado el “cansancio histórico” que nos ha hecho rechazar a muchos cubanos esa responsabilidad de vivir históricamente y añorar un poco más de la normalidad de las existencias simples.

Acontecimientos como la crisis de los misiles de 1962, la Primavera de Praga de 1968, la guerra de Angola entre 1975 y 1988, o la desaparición de la Unión Soviética en diciembre de 1991, sumados a tantos sucesos domésticos que también han afectado nuestras vidas han abarrotado de Historia nuestro tiempo vital.

No obstante, ha sido un proceso histórico muy peculiar el que con más insistencia nos ha perseguido y determinado, en muchos momentos, nuestras vidas y circunstancias: el bloqueo/embargo norteamericano a Cuba, decretado por el mismo presidente Kennedy un año antes de que fuera asesinado. Para alguien que no haya vivido en Cuba durante estos últimos casi 50 años la realidad del bloqueo/embargo (la denominación depende del lado del diferendo desde el cual se mencione esta sanción) es difícil imaginar siquiera el peso que ha añadido a nuestras vidas esa política gubernamental norteamericana, sostenida por diez administraciones, contra toda lógica y posibilidad de éxito. En cambio, para cualquier conocedor de la realidad cubana y de la norteamericana sí puede resultar evidente la equivocada persistencia de una política que ha sido utilizada para atizar campañas electorales, enardecer sentimientos patrióticos, crear justificaciones a uno y otro lado del Estrecho de la Florida y hasta enriquecer a los oportunistas de siempre, mientras las familias cubanas se han visto divididas y hasta enfrentadas, y la vida de mi generación se ha hecho más difícil y turbia, más regida por la política de país asediado.

El entrenamiento de vivir “lo histórico” que tenemos los cubanos nos ha reportado la sensación de que una historia lacerante puede estar asomándose a su fin. Si hace dos años el entonces presidente provisional de la isla, Raúl Castro, dio la primera señal de una disposición al diálogo (de inmediato rechazada por Bush), ahora el silencio significativo de Barack Obama respecto a Cuba abre un espacio a la esperanza, pues por primera vez en muchos años un presidente norteamericano, exigido por graves problemas domésticos e internacionales, deja en un rincón de su agenda “el caso” de Cuba y observa con cautela (¿o con paciencia?) lo que otros sectores de la política y la sociedad norteamericana proponen respecto a la política del embargo y otras restricciones afines.

El hecho de que el presidente Obama haya comenzado a cumplir con un programa de cambios prometidos en su campaña electoral es una esperanza para los norteamericanos. Incluso a los seres comunes y corrientes que vivimos en esta isla del Caribe nos infunde confianza que haya prometido ciertos movimientos en su relación con Cuba y, sobre todo, que antiguos sostenedores del añejo enfrentamiento hayan comenzado a mover peones para cambiar al menos la decoración del juego, como es el caso del senador republicano Richard Lugar, que el 23 de febrero presentó un informe de 25 páginas titulado "Cambiar la política hacia Cuba en pro del interés nacional de Estados Unidos", donde se afirma que la Casa Blanca "debe reconocer la ineficacia de su actual política y tratar con el régimen de Cuba de modo que afiance los intereses estadounidenses", y el hecho de que dos días después la Cámara de Representantes aprobara la eliminación de las restricciones en los viajes a la isla de los cubanoamericanos.

¿Es el principio del fin de un diferendo histórico que nos ha perseguido como una maldición? ¿Hay suficiente voluntad política de uno y otro lado del muro del resentimiento y los intereses creados para dar pasos hacia la normalidad que añoran tantos cubanos? ¿Podrá mi madre ver en los días de su vida no solo la caída del muro de Berlín, sino también el fin de las prohibiciones y leyes que le impiden ver a su hijo, mi hermano, radicado en Miami, cada vez que ellos deseen? ¿Llegaremos a vivir esta otra parte de la Historia? El futuro –espero que cercano- dirá la próxima palabra. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Leonardo Padura Fuentes, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a una decena de idiomas y su más reciente obra, La neblina del ayer, ha ganado el Premio Hammett a la mejor novela policial en español del 2005.

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