A través del hiperactivo presidente francés Nicolas Sarkozy, Europa reclama un segundo Bretton Woods. Es decir, una importante reforma del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial.
Se trata de una suerte de operación rescate para dos organizaciones que han perdido vigor, y también de un llamado a una nueva arquitectura financiera mundial.
Hasta mediados de octubre, el FMI, la institución financiera más importante del mundo, no jugó ningún rol para contener la crisis de los créditos hipotecarios en Estados Unidos.
El Grupo de los Siete países más industrializados (G-7, compuesto por Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia y Japón) pasó por encima del FMI al asignar la tarea de elaborar recomendaciones al Foro sobre Estabilidad Financiera con sede en Suiza, dominado por esas naciones.
El FMI hizo gala de incapacidad para prever la crisis. Durante años deploró el creciente desequilibrio macroeconómico entre China y Estados Unidos, que está en el centro del actual caos.
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La institución se vio obligada a hacerlo porque el artículo 1 de sus estatutos le establece como propósitos "acortar la duración de los desequilibrios en la balanza internacional de pagos de los miembros" y "reducir su magnitud".
Pero el Fondo carece de todo poder real sobre gigantes como Estados Unidos o China.
Al profundizarse la crisis, Islandia, Ucrania y Pakistán pidieron asistencia financiera al FMI. Fueron los primeros países en hacerlo en años. Otros los seguirán. Parece que el Fondo está de vuelta en el negocio.
Pero todavía hay un largo camino por recorrer si se quiere que las instituciones de fundadas en 1944 en la localidad estadounidense de Bretton Woods (el FMI y el Banco Mundial) impidan que se reiteren las crisis. Es por eso que Sarkozy reclama un Bretton Woods II.
No sería éste, por cierto, el primer proceso de reformas para esas dos instituciones. En los años 70, la principal tarea de ambas dejó de ser garantizar la reconstrucción y la estabilidad financiera de los países ricos para pasar a cumplir esa función en los países pobres.
Ese cambio nació de una doble necesidad. Por un lado, el Banco Mundial y el FMI buscaban un nuevo trabajo. Los países ricos ya no los necesitaban más. La reconstrucción estaba más o menos terminada, pues los gobiernos del Norte podían pedir dinero prestado a su propia población o a los mercados financieros internacionales que entonces renacían.
El FMI también perdió su rol de guardián de la estabilidad de los sistemas monetarios, surgido en Bretton Woods, luego que Estados Unidos se libró del patrón oro y dejó flotar al dólar.
Por otro lado, los mercados financieros desataron la crisis de deuda de los países en desarrollo. Los bancos occidentales, inundados de petrodólares del mundo árabe, seguían dando crédito a las naciones pobres. Muchas de ellas eran gobernadas entonces por autócratas que no siempre usaron los préstamos con sensatez.
En los años 70, los préstamos eran muy baratos, pero eso no duró. En un esfuerzo por combatir la inflación mundial que Estados Unidos había creado al imprimir demasiados dólares para financiar la guerra de Vietnam (1965-1975) y su campaña contra la pobreza, el entonces presidente de la Reserva Federal (órgano que cumple las funciones de banco central), Paul Volcker, cambió abruptamente el curso de los acontecimientos elevando drásticamente los intereses.
Como la mayoría de los préstamos de los países en desarrollo tenían un interés variable —dependiendo de los de Londres o Nueva York—, su servicio de deuda se duplicó o triplicó. En cuestión de años, la red financiera se cerró sobre muchos países pobres.
Cada vez más países se vieron imposibilitados de pagar sus deudas, y se decidió que el FMI y el Banco Mundial administraran la crisis del endeudamiento.
Desde entonces, las instituciones de Bretton Woods fueron muy asimétricas. Los países ricos no las necesitaban más. Pero, al contar con más de 60 por ciento de los votos, seguían teniendo la última palabra en ambas.
En cambio, las naciones en desarrollo realmente dependían de las instituciones de Bretton Woods, pero no tenían muchas posibilidades de incidir en ellas.
Así, esas instituciones se convirtieron en un instrumento del poder del Norte industrial. A cambio de préstamos, impulsaron las mismas recetas ideológicas en todos esos países: privatización, desregulación, liberalización
Pero, en primer lugar, la rigidez no tenía sentido. Entre los países hay muchas diferencias, y el sentido de oportunidad es crucial para el éxito de este tipo de medidas.
En segundo término, fue evidente que los países ricos eran juez y parte. Cuando obligaron a las naciones pobres a abrir sus mercados, no fue mera coincidencia que las multinacionales occidentales tendieran a figurar entre los primeros beneficiados.
Tercero, las reformas tendían a empeorar la pobreza en muchos países, pues una de las condiciones de los préstamos era la reducción del gasto público.
Finalmente, las instituciones de Bretton Woods subestimaron el importante rol de los gobiernos y de la gobernanza.
Resulta paradójico que las instituciones de Bretton Woods pongan hoy tanto énfasis en el rol de la gobernanza y de la propiedad. Ahora se dieron cuenta de que no es muy útil imponerles políticas a los países. Las enormes protestas también las obligaron a pensar más en las consecuencias sociales de sus recomendaciones.
La falta de transparencia y de responsabilidad fue otro problema del FMI y el Banco Mundial. Como las actas de las sesiones de sus órganos ejecutivos se mantienen en secreto durante al menos 10 años, es muy difícil que la ciudadanía de los países sepa qué dice un director en su nombre.
Hasta hace poco, los países de la Unión Europea (UE) tenían 32 por ciento de los votos, y 17 por ciento Estados Unidos.
Durante muchos años, ambas instituciones adoptaron un muy rígido enfoque neoliberal, poniendo en duda el buen sentido de los salarios mínimos y de los acuerdos laborales colectivos y los sistemas de pensiones públicas, todo lo cual es parte de una corriente dominante en Europa. Los europeos tienen razón en cuestionar a sus representantes.
Los países en desarrollo y la sociedad civil criticaron durante muchos años la distribución del poder en el Banco Mundial y el FMI. ¿Cómo era posible que pequeños países europeos como Suiza o Bélgica tuvieran más votos que India, Brasil o México?
La razón era que el poder se basaba sobre el dinero que cada país aportaba a las instituciones de Bretton Woods, y eso, nuevamente, se basaba sobre el peso económico de los países.
Ese peso se determinó a través de fórmulas más bien vagas. La desigual distribución del poder actualmente está bajo presión. En abril se decidió que los países ricos que integraban el FMI cederían tres por ciento de los votos. Dos por ciento se asignaría a los países emergentes y el uno por ciento restante a otros países en desarrollo. Para las naciones pobres, esto es apenas un comienzo.
Esta falta de voz en ambas instituciones y la condicionalidad adversa, especialmente durante la crisis financiera asiática, estimularon a los países pobres a alejarse de las instituciones de Bretton Woods.
China, y en menor grado otros países emergentes, asumieron parcialmente el rol del Banco Mundial en el financiamiento de grandes obras de infraestructura en los países en desarrollo.
Las naciones pobres también intentaron evitar al FMI cuando tuvieron problemas cambiarios. Es por eso que muchas de ellas acumularon grandes reservas de divisas extranjeras.
Al profundizarse la crisis de liquidez, Islandia y Pakistán se acercaron al FMI, no sin antes negociar acuerdos con Rusia, China o los países árabes. El paquete FMI-Islandia estuvo sujeto a menos condiciones de lo habitual.
El pedido de Sarkozy de un segundo Bretton Woods es oportuno. Las crisis son oportunidades.
Algunas de sus ideas —un control más estrecho del sistema bancario internacional y una ofensiva contra los paraísos fiscales internacionales para atacar la competencia tributaria desleal entre los estados, entre otras— son reclamos de la sociedad civil mundial desde hace mucho. ¿Por qué no agregar un impuesto a las transacciones de divisas?
Pero si Sarkozy habla en serio de un Bretton Woods II, debería tomar en cuenta el reclamo de más poder para los países pobres. Y las primeras víctimas de eso serían los países europeos, excesivamente representados en el FMI.
¿Por qué siempre el director gerente del Fondo tiene que ser europeo? ¿Y cuál es la credibilidad del Fondo si los grandes países pueden ignorar sus recomendaciones y, al así hacerlo, crear una crisis financiera mundial?
Hay mucho camino por recorrer. Que las discusiones hayan comenzado este mes, a cargo de ministros y jefes de gobierno de un Grupo de los 20 (G-20) que reúne a una mayoría de economías emergentes y a países ricos, es una buena señal.
* Este artículo es parte de una serie de cuatro notas de John Vandaele, periodista de la revista belga Mo* y autor de varios libros sobre globalización. El más reciente, publicado en 2007, es "The Silent Death of Neoliberalism" ("La silenciosa muerte del neoliberalismo").