Este año surgió una guerra civil religiosa en Iraq y se produjo un recrudecimiento del conflicto, mucho más abierto, entre chiitas y sunitas en el mundo árabe.
Los regímenes sunitas de Medio Oriente manifestaron creciente ansiedad por la posibilidad de que los choques entre sunitas y chiitas en Iraq se propague a sus países, así como por el aumento de la influencia del régimen islámico en Irán en todo el mundo.
En ese panorama, lo más inquietante de la política exterior del gobierno de Estados Unidos ha sido su incapacidad para identificar al enemigo en Iraq.
¿Es la red terrorista islámica Al Qaeda? El presidente estadounidense George W. Bush suele afirmarlo, para convencer al público de su país de que debe derrotar al enemigo en Iraq para no tener que sufrir sus embates en su propio territorio.
¿Son las milicias sunitas, blanco original de la fracasada guerra contrainsurgente?
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¿O es el Ejército Mahdi del clérigo chiita Moqtada al Sadr, implicado en las matanzas a gran escala de sunitas en Bagdad y que está alineado con Irán en su conflicto con Estados Unidos?
¿Y qué decir de la Organización Badr, responsabilizada de secuestros masivos, tortura y limpieza étnica de sunitas en los barrios chiitas de la capital iraquí?
¿Acaso la actividad de Estados Unidos en Iraq se refiere a la guerra mundial contra el terrorismo, el peligro que surge de los choques religiosos o, simplemente, al deseo del gobierno de Bush de atribuirse un triunfo contra la mera resistencia a la ocupación?
Washington no ha podido dar una respuesta política clara a esta pregunta.
La fuente original de la confusión gubernamental sobre el enemigo primario en Iraq es la decisión de vender la guerra contrainsurgente al público estadounidense en 2004 y 2005 como una lucha entre un estado con los dolores del parto de una democracia y fuerzas antidemocráticas.
Este argumento público dejó bajo las sombras la realidad subyacente de una lucha sectaria por el poder, complicada por el deseo de venganza de los partidos chiitas armados contra los sunitas, que dominaron el país durante buena parte de la historia moderna de Iraq y el abusivo régimen de Saddam Hussein (1979-2003).
Desafortunadamente, la Casa Blanca y el Pentágono parecen haberse convencido con su propia propaganda.
El gobierno fue reticente en admitir la evidencia inequívoca de violencia de milicias chiitas contra la población sunita cuando surgieron las primeras señales fuertes en 2005.
El ex primer ministro interino iraquí Iyad Allawi se lamentó públicamente a mediados de ese año de la falta en Washington de una "visión y política clara" que cortara la espiral de violencia.
Este déficit de la política estadounidense fue consecuencia de la prioridad asignada a la derrota de la resistencia sunita, esfuerzo que requirió una alianza con fuerzas chiitas participantes en la violencia paramilitar contra los sunitas.
Pero en 2005 quedó cada vez más claro que esa alianza era infructuosa, porque la resistencia, más que debilitarse, se fortalecía.
En el segundo semestre de ese año, el embajador estadounidense en Iraq Zalmay Khalilzad se convenció de que su país debía aplacar a los sunitas a través de concesiones políticas y no por una derrota militar.
Otras influyentes personalidades del gobierno de Bush, incluidos el vicepresidente Dick Cheney y el secretario (ministro) de Defensa Donald Rumsfeld, replicaron que la resistencia sunita tenía el único objetivo de recuperar el poder, y advirtieron que no había acuerdo posible con ella.
Pero Khalilzad logró cierto apoyo de Bush. En enero de 2006, participó en negociaciones directas con grupos armados representativos de la coalición sunita contra la ocupación estadounidense.
Funcionarios de Estados Unidos apostados en Bagdad fueron aun más lejos, y caracterizaron a esos insurgentes como nacionalistas legítimos enfrentados con Al Qaeda.
Las negociaciones, nunca admitidas por Washington pero confirmadas al detalle por sunitas participantes, tenían el objetivo de poner fin a la resistencia a cambio del reconocimiento de intereses políticos básicos de esa comunidad y la integración de sus milicias al nuevo ejército iraquí.
Un acuerdo en ese sentido hubiera sugerido que el verdadero enemigo eran las fuerzas chiitas alineadas con Irán, en momentos en que el gobierno de Bush presionaba a Irán para que detuviera su programa de desarrollo nuclear con la amenaza de que la "opción militar" seguía en carrera.
Los sunitas aseguraron haber propuesto a Khalilzad acabar con las milicias chiitas en Bagdad con ayuda estadounidense. Esa versión adquirió credibilidad con la presión del diplomático para que los políticos chiitas aplacaran a las milicias de esa comunidad a fines de 2005 y principios de 2006.
El acuerdo quedó a mitad de camino por la reticencia estadounidense a aceptar el reclamo sunita de un cronograma flexible hacia la retirada de las tropas extranjeras de Iraq y condicionado al fortalecimiento del nuevo ejército nacional.
Luego de darle vueltas a la estrategia sunita durante tres meses, Bush decidió desecharla en marzo de 2006.
Pero desde entonces, la definición del enemigo en Iraq quedó en agua de borrajas para Washington.
Los milagros del lenguaje permitieron a los militares estadounidenses mantener la guerra contrainsurgente contra la resistencia sunita, al mismo tiempo que apoyaba el argumento de Khalilzad según el cual el principal problema no eran esas milicias sino Al Qaeda por un lado y los rebeldes chiitas por el otro.
La ola de violencia entre comunidades religiosas comenzó a fines de febrero. La cantidad de víctimas civiles de esos choques en el área de Bagdad aumentó de 1.778 en enero a 3.149 en junio, y de ahí a 3.709 en octubre, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
La idea generalizada de que Iraq ya se había sumergido en una guerra civil de carácter religioso obligó al gobierno de Bush a hacer algo al respecto. El comando militar estadounidense en Iraq sumó 15.000 soldados a sus tropas en Bagdad para mejorar la seguridad.
Mientras, Bush anunció el envío de 40.000 soldados adicionales a Iraq para 2007. Pero su gobierno no se ha mostrado dispuesto a identificar el objetivo contra el que apuntarán.
(*) Gareth Porter es historiador y experto en políticas de seguridad nacional de Estados Unidos. "Peligro de dominio: Desequilibrio de poder y el camino hacia la guerra en Vietnam", su último libro, fue publicado en junio de 2005.