PENA DE MUERTE-BOTSWANA: Crónica de un sobreviviente

El botswano Maokaneng Makolong ha visto mucho en sus 75 años de vida, pero dos acontecimientos están grabados en su memoria para siempre: cuando lo condenaron al patíbulo y cuando lo absolvieron y lo pusieron en libertad.

El primero sucedió en septiembre de 2002: un juez lo sentenció a morir en la horca. Makolong, un curandero tradicional dedicado a sanar vidas ajenas, fue hallado culpable de asesinato.

El tribunal lo consideró coautor de la muerte de George Chabe, junto con otro acusado, Douglas Simon.

Chabe murió a causa de un veneno de malaquita verde, un medicamento tóxico que, según los fiscales, le había sido administrado por Simon tras obtenerlo de Makolong. En el juicio, la defensa sostuvo que el curandero había entregado a Simon otras dos hierbas tradicionales, que se emplean para ayudar a consolidar relaciones personales.

"Creí que se trataba de una gran broma cuando escuché (el veredicto). No sentí nada", relata en una entrevista en su aldea natal en Maisane, a unos 20 kilómetros de la meridional ciudad de Lobatse, sede del máximo tribunal de este país donde quedó sellada su suerte.
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El otro episodio, que Makolong se resiste a explicar, sucedió el 25 de julio de 2003, cuando otro magistrado lo absolvió, tras una apelación y haber pasado 10 meses en el pabellón de los condenados a muerte. La justicia aceptó los argumentos de la defensa y lo declaró inocente.

Saludable y esbelto, como alguien decidido a desafiar su edad, el ex convicto no se decide a relatar su experiencia. Bebe la cerveza de varias latas antes de sentarse bajo el árbol donde conversamos, interrumpidos ocasionalmente por algunas personas que se acercan a escuchar su relato.

"Fue como un sueño cuando los guardias me pusieron en un autobús y me dijeron que me podía ir a casa. No tenía idea de que podía regresar", narra.

Los días posteriores al regreso fueron terribles, tenía alucinaciones y despertaba sobresaltado cada vez que un perro ladraba en la noche.

Maisane es una pequeña aldea con un poco más de mil habitantes, en la que casi todo el mundo lo conoce y sabe de su historia.

"Me gusta la gente de aquí. Nadie me castiga y, como médico tradicional, viene mucha gente de todas partes del país. Nadie menciona nada (sobre el caso). Todo terminó ahí", señala.

Pero Makolong afirma que hubiera preferido terminar con su vida en lugar de soportar la prisión y los carceleros. "Me dije que habría sido mejor si Dios me hubiera llevado con él en vez de pasar por esto", recordó tratando de contener sus emociones.

"No podía dormir e incluso me enfermé, tuve presión alta y me llevaron al hospital durante dos semanas", relató. Guardias armados lo vigilaban las 24 horas del día mientras estuvo hospitalizado.

Makolong estuvo confinado en una celda junto a otros cuatro condenados a muerte, entre ellos el mencionado Simon y Lehlohonolo Kobedi, un sudafricano negro convicto por asesinar a un policía.

Cada día empezaba mal para los sentenciados. El alba significaba la posibilidad de morir. La celda era pequeña y no había mucho para hacer más que pensar en la inminencia de la muerte. De tanto en tanto, se escuchaban voces del exterior. El resto del tiempo, sólo estaban en silencio, rezaban, cantaban, se quejaban y refunfuñaban.

Al atardecer, las cosas empeoraban. "Rezábamos y llorábamos", relata como si confesara su propia debilidad.

A diferencia de los otros prisioneros, a los condenados a muerte nunca les faltaba comida. Pedían lo que fuera y lo conseguían. También tenían una ducha caliente a su disposición.

Pero en la mañana del 18 de julio de 2003 sus peores pesadillas se hicieron realidad, cuando Kobedi fue conducido al patíbulo. "Sentí frío. Se me acabaron las esperanzas", relata.

Una semana después de la ejecución de Kobedi, el tribunal de apelaciones absolvió a Makolong del cargo de asesinato, pero sus otros tres compañeros de celda no tuvieron tanta suerte.

Simon y los también sentenciados Gouwane Tsae y Joseph Makhobo fueron ejecutados en la horca el 19 de septiembre de 2003.

Este pequeño país sin salida al mar de África austral lleva 39 personas ahorcadas desde su independencia en 1966. Es una de las 35 naciones africanas que conservan y utilizan la pena capital. Además, aplica una política de ejecución rápida para evitar largas permanencias en el pabellón de la muerte.

Makolong confiesa no haber pensado nunca en la pena de muerte antes de su experiencia.

"La vi con mis propios ojos", dice con una expresión de dolor. "Es terrible, creo que el gobierno debe encontrar otra forma de castigo".

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