Al recordar a sus caídos en combate, los estadounidenses confirmaron que las fuerzas armadas tienen todavía un gran prestigio entre la población y que cualquier crítica a su conducta en el exterior debe apuntar contra los hombres de corbata en Washington.
Ningún líder político está dispuesto a cuestionar la integridad del uniforme, e incluso los opositores a la invasión a Iraq procuran dejar en claro su admiración por las fuerzas militares.
Para ellos, cualquier abuso cometido por soldados, como las torturas a prisioneros en la cárcel iraquí de Abu Ghraib que despertaron indignación mundial, son en primera instancia responsabilidad de las autoridades civiles, en especial del secretario (ministro) de Defensa, Donald Rumsfeld.
Los militares se han convertido en la apoteosis de todo lo grandioso y bueno de Estados Unidos, escribió el analista Andrew Bacevich, coronel retirado y ahora profesor de la Universidad de Boston, en su nuevo libro Los militares de Estados Unidos. Cómo la guerra seduce a los estadounidenses.
El lunes, el presidente George W. Bush encabezó una vez más las celebraciones del Día de los Caídos, y aseguró que el país está hoy más seguro gracias al sacrificio de sus soldados.
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A pesar de ese prestigio, el ejército y la marina de guerra están en medio de su peor crisis de reclutamiento desde la guerra de Vietnam (1965-1975). La situación es tan grave que se redujeron las exigencias de ingreso y se ofrece a los reclutas beneficios sin precedentes.
El reclutamiento del ejército entró en un espiral de muerte, alertó el coronel retirado Charles Krohn, obligado a abandonar el servicio luego de que, como portavoz de esa fuerza, admitiera públicamente la crisis.
Mientras, Rumsfeld y sus asesores se entretienen con la oportunidad de lograr un pleno dominio militar mundial, gracias al desarrollo de tecnología bélica espacial, que incluye el uso de láser, satélites y misiles capaces de destruir con extrema precisión objetivos ubicados a 100.000 kilómetros de distancia, en la superficie terrestre.
Sin embargo, el contingente de 140.000 soldados e infantes de Marina (marines) desplegado hace dos años en Iraq no ha podido aún garantizar la seguridad de la carretera que recorre el centro del país árabe ni del aeropuerto de Bagdad, objeto de constantes ataques de la insurgencia.
Treinta años después de su ignominioso repliegue de Vietnam, las fuerzas de Estados Unidos se encuentran a mitad de camino entre sus sueños de gloria en Iraq —estimulados por el fulminante éxito de su invasión en 2003— y sus más oscuras pesadillas de derrota.
Entre 15 y 20 soldados estadounidenses mueren todas las semanas en territorio iraquí, y Washington teme el estallido de una guerra civil a gran escala que obligue una inmediata y vergonzosa retirada.
La guerra de desgaste lanzada por la insurgencia iraquí tiene un claro efecto en la opinión pública estadounidense. Las últimas encuestas demuestran una caída del apoyo popular a la decisión de Bush de ocupar el país árabe.
Este creciente rechazo a la ocupación se reflejó en una votación en el Congreso legislativo la semana pasada, que a las tradicionalmente sensibles autoridades militares les debe haber dejado una sensación de estar reviviendo los años 70.
En pocas horas, un proyecto de resolución que instaba a Bush a elaborar un plan de retirada total de las tropas estadounidenses de Iraq recolectó 128 votos.
La propuesta fue rechazada al recibir 300 votos en contra, pero la mayoría de los congresistas del opositor Partido Demócrata y cinco del gobernante Partido Republicano (incluido uno de los más respetados expertos en relaciones internacionales, James Leach) sorprendieron a todos al apoyar la moción.
Hace cuatro meses, una carta al presidente en la que se proponía un plan similar había recibido el respaldo de apenas 24 legisladores demócratas.
La mayoría de los altos mandos militares reconocen que la aventura de Bush en Iraq puso a las fuerzas armadas en una situación precaria. Oficiales retirados como el ex jefe del Comando Central, Anthony Zinni, y otros aún en servicio han advertido los peligros de continuar la ocupación del país del Golfo.
El presidente del Estado Mayor Conjunto, Richard Myers, alertó el año pasado que no hay forma de perder militarmente en Iraq, aunque luego aclaró que tampoco existe posibilidad de ganar.
Esto trajo dolorosos recuerdos a los veteranos de Vietnam, quienes siempre han señalado que Estados Unidos fue derrotado en esa guerra pese a no haber perdido una sola batalla.
Myers, criticado por algunos de sus colegas por no apoyar plenamente las decisiones de Rumsfeld, dijo al Congreso el mes pasado, en un informe clasificado que trascendió a través de la prensa, que la actual concentración de tropas y equipos estadounidenses en Iraq y Afganistán limita la capacidad de afrontar otros eventuales conflictos.
Esta misma advertencia había sido formulada el año pasado por el general John Riggs, veterano de Vietnam y encargado de un programa de modernización del Ejército. Riggs fue obligado a renunciar tras sus declaraciones.
Lo mismo le ocurrió al jefe de Estado Mayor del Ejército, Eric Shinseki, desplazado luego de haber advertido al Congreso que se necesitarían cientos de miles de soldados más en Iraq para controlar la situación.
Estos dos oficiales contradecían la idea de transformación de las Fuerzas Armadas defendida por Rumsfeld, en la que la velocidad y capacidad mortífera se priorizan en desmedro de la sabiduría para mantener el orden y enfrentar a las insurgencias.
El hecho de que los dos funcionarios fueran castigados envió un claro mensaje a los altos mandos como Myers y su designado sucesor, Peter Pace, quienes evitan ahora desafiar a las autoridades civiles en cuestiones militares, al igual de lo que ocurrió en Vietnam.