RELIGIÓN: Un Papa más alto que la Iglesia

El difunto Papa Juan Pablo II fue una figura enorme, pero bajo su larga sombra quedó la Iglesia Católica a la que debía conducir, y cuyo gobierno los clérigos progresistas desean reformar.

Las voces disidentes se hicieron más fuertes hacia el final de su papado de 26 años, cuando el pontífice enfrentaba crecientes críticas sobre la concentración de la autoridad eclesiástica en sus manos.

Las discusiones sobre la autoridad papal son tan antiguas como la Iglesia misma, y probablemente resurjan durante el proceso de elección de un nuevo Papa, que empezará este mes. En el corazón de este debate están dos modelos: el Concilio Vaticano I y el Concilio Vaticano II.

A fines del siglo XIX, Pío IX promulgó la doctrina de la supremacía del Papa en lo que se llamó el Concilio Vaticano I. Antes, la Iglesia había perdido autoridad sobre los asuntos seculares en Italia.

Según esa doctrina, el pontífice ejerce autoridad plena y directa sobre toda la Iglesia Católica. Cada decisión papal se considera infalible e inmutable, y no requiere el consentimiento previo de ningún órgano eclesiástico.
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Casi un siglo después, el Papa Juan XXIII intentó reformar esta doctrina mediante el Concilio Vaticano II (1962-1965). Según este Concilio, ninguna doctrina es infalible, sino que sólo representa una guía.

El Concilio también dio voz a los miembros de la Iglesia a todo nivel, desde el Colegio de Cardenales hasta el último de los sacerdotes. También convocó sínodos nacionales (asambleas eclesiásticas) y llamó a los fieles a involucrarse más en los asuntos de la Iglesia y en la designación de autoridades.

Este Concilio marcó una gran transformación en la Iglesia Católica, no sólo en el aspecto religioso sino también en el campo social y político, en particular en América Latina, donde algunas Iglesias nacionales se identificaron con movimientos armados de liberación.

En 1968, en una conferencia en la ciudad colombiana de Medellín convocada por del Consejo Episcopal Latinoamericano, tomó forma la teología de la liberación, una idea que la Iglesia discutía hacía años.

Esta idea había surgido en 1962, a partir de un mensaje de Juan XXIII en el que resaltaba que la Iglesia Católica era de todos y, particularmente, de los pobres. En un contexto de dictaduras, ese concepto fue interpretado por muchos sacerdotes latinoamericanos como una clara invitación al compromiso político y social.

Asimismo, la encíclica Populorum Progressio de Paulo VI, de 1967, criticó el sistema capitalista y denunció la situación imperante en el Tercer Mundo. Esto fortaleció a la teología de la liberación, aunque no toda la Iglesia latinoamericana compartía estas ideas, que pronto fueron neutralizadas por la nueva conducción del Consejo Episcopal a partir de 1972.

Juan Pablo II, que se convirtió en Papa en 1978, se ocupó de aplastar del todo el movimiento. Desde el comienzo, concentró las decisiones en sus manos, y las reformas que buscó el Concilio Vaticano II pronto fueron revertidas y sustituidas por los viejos métodos del Concilio Vaticano I.

”La figura del Papa se transformó en un fenómeno mediático y casi eliminó la autonomía de cualquier otra realidad eclesiástica. Creó la imagen de una Iglesia totalmente identificada con el pontífice”, dijo a IPS Enzo Mazzi, líder de la comunidad L'Isolotto, un influyente grupo católico de la ciudad de Florencia.

Cientos de esos grupos han permanecido marginados y silenciados por mucho tiempo, y en los últimos años fortalecieron sus reclamos de mayor democracia dentro de la Iglesia.

También pidieron más voz para los ”sacerdotes marginales” que han dedicado su vida a trabajar con personas pobres o sin hogar, drogadictos, prostitutas e inmigrantes indeseados.

”La única forma es la colegiación”, dijo a IPS el sacerdote Andrea Gallo, fundador de la Comunidad de San Benedetto al Porto, en Génova. ”La Iglesia Católica debe considerar la opinión de expertos para alcanzar el verdadero espíritu de los evangelios”, agregó.

El cardenal Carlo María Martini, ex arzobispo de Milán que retomó sus estudios bíblicos en Jerusalén, buscó por mucho tiempo un papel de vínculo del clero local entre los fieles y la curia romana. Los sacerdotes progresistas lo quieren como sucesor de Juan Pablo II, pero son conscientes de que sus probabilidades de éxito son muy remotas.

En 1999, el cardenal Martini reveló su ”sueño” de un Concilio Vaticano III para promover una reforma sinodal del gobierno de la Iglesia.

Asimismo, los seguidores de Giuseppe Dossetti, el inspirador del Concilio II que murió en 1996, renovó las propuestas de reforma que no prosperaron en los cónclaves de 1978, que eligieron a Juan Pablo II.

Un libro publicado recientemente en Italia bajo el título ”L'officina bolognese” (El taller de Boloña) presenta un programa de reforma del gobierno de la Iglesia Católica.

El libro, editado por Giuseppe Alberigo, describe las actividades durante 50 años del ”Centro de Documentación – Instituto de Ciencias Religiosas”, fundado en Boloña por Dossetti, y propone que el nuevo Papa adopte un mecanismo menos monárquico y más colegiado de gestión en los primeros 100 días de papado.

La publicación pide al Papa que reconozca ”la capacidad legislativa de los sínodos de obispos” y a la curia romana que asuma el papel subordinado de ”preparar e implementar las decisiones del sínodo”. Asimismo, lo exhorta a ”liberarse del miedo” al socialismo y la revolución sexual.

Pero el legado de Juan Pablo II difícilmente podrá ignorarse. Pablo VI designó 26 cardenales en 15 años de papado (1963-1978), mientras que Juan Pablo II nombró 230 en 26 años. Cerca de 70 por ciento de todos los obispos actuales fueron designados por Juan Pablo II, 17 de ellos la semana pasada, mientras yacía en su lecho de muerte.

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