DESARROLLO-URUGUAY: Allá en el fin del mundo

En Las Láminas, nadie cree en la magia. Las cosas ocurren solo por leyes terrenales y hay que enfrentarlas, dicen sus habitantes, con la misma valentía que requiere caminar descalzo por el basalto ardiente de Bella Unión, en el norte de Uruguay.

Aquí no hay cuentos para niños ni leyendas, sólo filas de ladrillos secándose al viento y manos caladas en las zafras. En este lugar sin árboles ni luces artificiales impera un sol avasallante, que hace ver todo tal cual es, con crudeza y brutalidad.

Las Láminas es un asentamiento de unas 180 familias ubicado en la septentrional ciudad uruguaya de Bella Unión, departamento de Artigas, a pasos de Brasil y a 615 kilómetros de Montevideo.

Por sus índices de desnutrición y niveles de marginación, es considerado por muchos el vértice de la pobreza de este país de 3,2 millones de habitantes, azotado por una crisis económica que tuvo su momento culminante en 2002.

El asentamiento nació hace unos 14 años, y debe su nombre a que muchas de las construcciones que lo conforman están hechas con láminas de metal.
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El suelo está asentado en basalto y por tanto es poco productivo. No hay saneamiento ni alumbrado público ni servicios de agua corriente para las casas. Sólo existen ocho grifos en distintos puntos del barrio. Los niños y niñas son los primeros en ofrecerlos a los visitantes.

Pocos son los privilegiados que tienen bicicleta o un carro tirado por caballo. La mayoría en Las Láminas se trasladan a pie, aun cuando las lluvias inundan los caminos.

Casi todos los adultos del asentamiento fueron cañeros, como se denomina en Uruguay a quienes trabajan en el cultivo y zafra de caña de azúcar, pero el empleo en este rubro ha disminuido, por lo que se ven obligados a fabricar ladrillos o realizar tareas esporádicas en plantaciones de maíz, judías o naranjos.

Sesenta y seis por ciento están desempleados, 30 por ciento tienen trabajos temporales y sólo cuatro por ciento cuentan con empleo fijo. El ingreso promedio semanal por familia es de 1,4 dólares.

Bella Unión tiene la mortalidad infantil más alta del país, de 55,1 por 1.000, cuando la nacional es de 15 por 1.000. El peso promedio de los niños que nacen aquí es similar al de algunos países africanos.

Noventa por ciento de los niños y niñas están o estuvieron desnutridos, 99 por ciento tienen anemia y más de 90 por ciento presentan fracaso escolar. Casi la totalidad de los habitantes del asentamiento están infestados de parásitos.

Las Láminas tiene un alto porcentaje de madres adolescentes y de partos prematuros. Sus hijos tienen bajo peso al nacer y poco desarrollo encefálico. Son comunes las parálisis cerebrales, las paraplejias, la discapacidad visual y auditiva, la dificultad en el lenguaje y los problemas de desarrollo.

Muchos niños y niñas terminan la escuela primaria pasados los 15 años o deben ingresar en centros para discapacitados intelectuales.

De más está decir que este barrio está muy lejos de alcanzar los Objetivos de las Naciones Unidas para el Desarrollo del Milenio, ocho compromisos asumidos en 2000 por todos los países —incluido Uruguay— en materia de reducción de la pobreza y el hambre, entre otros.

La ironía es que Bella Unión concentró de grandes inversiones en el sector agrícola en las últimas décadas, sobre todo en cooperativas de azúcar y hortalizas. La ciudad llegó a producir 60.000 toneladas de azúcar, 60 por ciento del consumo total del país.

Pero la liberalización del mercado y la devaluación del real brasileño en 1999 determinó una drástica caída de las ventas. Las plantaciones de caña y hortalizas se redujeron y muchas personas quedaron sin empleo. Ahora, Bella Unión sólo produce unas 18.000 toneladas de azúcar.

Representantes del nuevo gobierno izquierdista, encabezado por el presidente Tabaré Vázquez, visitaron el barrio a comienzos de este mes para analizar la situación social y ofrecer ayuda ante un brote de hepatitis que afectó a unas 300 personas.

”Bienvenidos, ministros de la esperanza”, rezaba un cartel a la entrada. Otro, más adelante, advertía: ”Queremos que el gobierno de hoy no se olvide del mañana”.

En el centro de Las Láminas se presentaron la ministra de Salud, María Julia Muñoz, el de Industria, Jorge Lepra, y el viceministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, Ernesto Agazzi.

El gobierno prometió elaborar un plan de reconversión para los productores del norte del país y aumentar a 10.000 las actuales 3.000 hectáreas de cultivos de caña.

Además, está en marcha el denominado Plan de Atención Nacional a la Emergencia Social, por 200 millones de dólares, que se propone atender durante los próximos dos años a unas 200.000 personas pobres en todo el país, de las cuales la mitad son consideradas indigentes.

Mientras, personajes anónimos luchan día a día por Las Láminas, como Walter ”El Cholo” González, cañero y ex guerrillero.

”Éste es mi bastión inexpugnable”, bromea con los vecinos, que lo abrazan al verlo llegar. Ese hombre de 63 años lleva en sus espaldas toda una historia de lucha por sus ideales, que no ha abandonado.

”El mayor problema aquí, más que cualquier otro, es la gran falta de trabajo. Noventa y cuatro por ciento de los habitantes de Las Laminas fueron cañeros, y ahora muchos se dedican a recolectar basura”, dijo a IPS.

”La gente aquí tiene mucha esperanza con el nuevo gobierno, pero sabe que las cosas tienen su tiempo, que no va a ser un cambio de un día para otro”, señaló.

”El Cholo” comenzó a cortar caña en el noroccidental departamento de Salto en los años 50, donde conoció a Raúl Sendic, líder político socialista que había llegado desde Montevideo para brindar asesoramiento jurídico y laboral a los trabajadores rurales.

González participó del proceso de formación de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas y en una histórica marcha de cañeros desde el norte del país hasta Montevideo, en demanda de una reducción de la jornada laboral a ocho horas.

Más tarde, se unió a la guerrilla del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, liderada por Sendic, activa en los años 60 e inicios de los 70.

Fue detenido, pero en 1971 participó de una célebre fuga de una cárcel de Montevideo. Cayó en prisión nuevamente en 1975, y salió en libertad 10 años más tarde, gracias a una amnistía aprobada tras la restauración de la democracia.

En 1995 se instaló en los cañaverales de Bella Unión, y desde entonces se ha dedicado a ayudar a sus vecinos. Impulsa varios proyectos para crear empleos: una granja comunitaria, un plan de recilaje de botellas de plástico y un programa de rehabilitación de caballos heridos.

Lo acompaña su esposa, María Elena Curbelo, una médica que, a pesar de las dificultades físicas que la obligan a usar muletas, atiende una clínica en Las Láminas. Curbelo se preocupa por las dolencias físicas de los vecinos, pero también de sus angustias, problemas e inquietudes.

No hay magia. Fue su tesón lo que la hizo superar su problema motriz de nacimiento, la persecución política durante la dictadura y varios años de exilio.

”Hace 10 años que trabajo en Las Láminas, y puedo decir que la gente lucha mucho. Nosotros tratamos de ayudarlos pero respetando su clamor de que no los saquen de aquí. No desean ser reubicados pues consideran que éste es su hogar”, explicó Curbelo a IPS.

No hay exitismo ni confianza ciega. No hay cheques en blanco ni credulidad en rescates milagrosos. Está bien claro que los habitantes de Las Láminas sólo esperan una oportunidad para hacer lo que saben hacer: pelear desde el cañaveral.

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