Las reacciones a la reelección del presidente estadounidense George W. Bush oscilaron en Medio Oriente entre la mordacidad y la cautela, con dos únicas excepciones: Iraq e Israel aplaudieron con regocijo.
Solo los primeros ministros Ariel Sharon, de Israel, e Iyad Allawi, de Iraq —designado interinamente por Estados Unidos—, aplaudieron de corazón la permanencia de su aliado en la Casa Blanca.
La victoria de Bush también fue saludada por organizaciones radicales islámicas, las cuales consideran que la actitud del presidente estadounidense hacia Medio Oriente les facilitará el reclutamiento de militantes.
En cuanto a los regímenes prooccidentales árabes, transmitieron las congratulaciones usuales, pero no mucho más. Mientras, el agonizante presidente palestino Yasser Arafat llegó a manifestar preocupación desde el hospital donde está internado en París, según sus colaboradores.
En ningún área del mundo fuera de Estados Unidos se siente más el impacto de la reelección de Bush que en Medio Oriente y en el mundo árabe. De aquí procedían los que cometieron los atentados que dejaron 3.000 muertos en Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001.
En Iraq, fuerzas estadounidenses combaten en un duro, sangriento y aparentemente interminable conflicto.
Bush no ha exhibido las características que muchos árabes le atribuían hace cuatro años.
Entonces, era considerado el heredero político de su padre, el ex presidente George Bush (1989-1993), un constructor de amplias coaliciones, que presionó a Israel y que demostró contención al no marchar sobre Bagdad luego de que desalojó a los invasores iraquíes de Kuwait.
Este Bush, en cambio, se manifestó como un unilateralista guiado por sus impulsos ideológicos y que valora más que nada sus vínculos con Israel. Los árabes lo perciben como un líder que desdeña el mero concepto de contención.
En el mundo árabe e islámico, muchos muestran un odio visceral por Bush. Pero ése pudo haber sido el destino de cualquier otro presidente estadounidense que hubiera debido contestar un ataque sin precedentes en territorio estadounidense procedente de un país árabe.
Hoy es una mera especulación, pero el senador John F. Kerry, rival de Bush en las elecciones, habría cambiado sólo el tono del vínculo con Medio Oriente, no la sustancia. Ambos han expresado un fuerte respaldo a Israel.
Con una mayoría consolidada en las urnas y con un firme mandato emanado del pueblo estadounidense, muchos en Medio Oriente esperan más del mismo Bush de los últimos cuatro años.
El pueblo estadounidense no castigó al presidente por embarcarlo en una guerra debilitante en Iraq ni por bloquear el proceso de paz entre Israel y Palestina.
El presidente ha dado su aval personal al mantenimiento de algunos asentamientos judíos en territorio árabe y a la construcción del muro que separa territorio israelí de Cisjordania, así como ha tolerado las acciones militares dispuestas por el gobierno de Sharon contra los palestinos al amparo del legítimo derecho a la defensa propia.
Este es un presidente que no suele admitir errores o cambiar de idea. Su lealtad personal hacia sus amigos es proverbial, por lo que no cabe esperar seriamente cambios en su política hacia Israel.
De todos modos, hay varios puntos en que los cambios son posibles.
El propio Ministerio de Relaciones Exteriores de Israel consideró, en un memorándum interno conocido en vísperas de las elecciones del martes, que cualquiera de los dos candidatos ejercería presión para el desmantelamiento de los puestos de control y de los asentamientos judíos instalados sin aprobación oficial.
Si algo ha quedado claro en los últimos cuatro años es que Bush no soporta que lo tomen por tonto.
En cuanto a Arafat, gravemente enfermo, se ha convertido, a los ojos de Bush, en una suerte de obstáculo personal al proceso de paz. El presidente estadounidense le ha creído a Sharon en que Israel no puede negociar con el líder palestino en el poder.
En el caso de Sharon, puede tratarse de una actitud puramente ideológica, un mecanismo para evitar negociaciones con los palestinos. En el caso de Bush, el obstáculo desaparecerá cuando Arafat desaprezca.
Por lo tanto, deberá tener cuidado al lidiar con un nuevo liderazgo palestino. ¿Qué mejor recuerdo puede dejar un presidente en su segundo periodo que un acuerdo de paz palestino-israelí?
Pero este conflicto es un caos heredado. Iraq, en cambio, es un caos que él mismo buscó. El futuro de ese país del Golfo determinará el éxito de su presidencia en materia de política exterior.
Eso dependerá mucho de la prioridad de Bush en su próximo periodo, si nacional o internacional.
A pesar de toda la retórica sobre la guerra contra el terrorismo, podría procurar que su política exterior no sea la marca más perdurable de su presidencia.
El aumento de la fuerza de su Partido Republicano en el Congreso legislativo le da una oportunidad única de alentar medidas conservadoras con un impacto aun mayor en la vida de los estadounidenses que sus aventuras en el exterior.
No parece probable que Bush admita la derrota militar en Iraq, pero sí una reducción en las tropas allí desplegadas para minimizar las bajas.
Su visión de alentar la democracia en Medio Oriente parece haber muerto tranquilamente. Bush es un hombre práctico, y si bien la iniciativa tiene valor propagandístico su gobierno tiene muy poca paciencia para ayudar a la construcción nacional de los países árabes.
El sentimiento antiestadounidense es un hecho. Sería un error decir que se trata de un fenómeno reciente iniciado después del 11 de septiembre de 2001, tanto como afirmar que la culpa es toda de Bush.
Pero ese sentimiento se personaliza hoy en el presidente que ocupará el cargo otros cuatro años, y hay pocas posibilidades de que so cambie mientras continúe en esa posición. (