La humilde casa de la capital cubana donde José Lezama Lima escribió Paradiso, una de las novelas latinoamericanas más deslumbrantes del siglo XX, reabrió sus puertas tras una larga restauración para desterrar secuelas del tiempo y la humedad.
Las obras de conservación de la casa-museo se extendieron por unos cuatro años por el deterioro de las tuberías del inmueble y una persistente humedad que dañaba las paredes y enrarecía el aire desde que el literato y su familia eran los ocupantes.
Cada vez vienen más turistas, dijo Elisa Rodríguez, una vecina que se confesó feliz porque con la restauración desaparecieron las manchas de humedad que hubo siempre y que pueden verse hasta en las fotos de la familia.
Entre la población de Cuba, sin embargo, apenas se conoce el lugar. La obra lezamiana es una referencia obligada en la literatura cubana, pero tiene poco arraigo popular y más bien colecciona adictos en medios intelectuales y gays.
Lezama Lima fue víctima de las políticas oficiales contra la homosexualidad a inicios de los años 60 y pagó con el ostracismo el éxito internacional de su novela cumbre Paradiso. Los críticos locales arremetieron contra el lenguaje considerado europizante, las escenas eróticas y el capítulo 8, abiertamente homosexual.
El escritor murió en 1976, a los 66 años, sin ver una nueva edición de Paradiso en Cuba y dejando varias obras inéditas y la novela inconclusa Oppiano Licario. La noticia de su fallecimiento mereció unas pocas palabras en la prensa oficial nacional.
Tuvieron que pasar 28 años desde su publicación para que Paradiso fuera reeditada. Hoy los libros de Lezama Lima se encuentran entre los más caros y codiciados del mercado oficial e informal de esta isla caribeña.
Me cuesta creer que viviera en esta casa tan pequeña y con tanto ruido exterior, confesó Ana Saenz, una turista española sorprendida por la humildad de las estancias y la poca privacidad para protegerse de las miradas de vecinos.
La vivienda, ahora incluida en las promociones de turismo cultural, está ubicada cerca del centro histórico de La Habana, a pocas cuadras del paseo del Malecón y cerca de la zona que fue centro comercial y de oficinas a comienzos del pasado siglo.
El edificio podría pasar inadvertido si no fuera por las columnas salomónicas junto a las cuales Lezama Lima varias veces se retrató con aire de distinción, acompañado de su inseparable puro habano, y ataviado con guayabera.
Desde esa calle habanera, el autor del poemario Muerte de Narciso (1937) marcó el rumbo literario de una generación, presentó revistas como Nadie Parecía y Verbum, además de protagonizar arduas polémicas.
Lezama vivió siempre en la misma casa de la calle Trocadero, eternizándola, escribió en Vidas para leerlas el novelista y ensayista cubano Guillermo Cabrera Infante, quien vive hace más de 40 años exiliado en Europa.
El escritor ni siquiera abandonó Trocadero 162 para salir de la capital cubana, pues siempre asoció los viajes con la muerte, desde que en la infancia su padre falleció de influenza durante una visita a Estados Unidos.
En esa casa, con una sala pequeña, donde quizás apenas puedan permanecer seis personas cómodamente sentadas, Lezama Lima fue anfitrión de cuánto intelectual pasó por la isla, entre ellos el narrador argentino Julio Cortázar, uno de sus admiradores.
Allí fueron gestadas también importantes revistas culturales de la primera mitad del siglo pasado en Cuba, por el grupo Orígenes, que conformaban entre otros los poetas Cintio Vitier, Eliseo Diego y Fina García Marruz.
Vivía rodeado de libros, de papeles, de pruebas de galera (siempre estuvo, desde 1937, envuelto en empresas editoriales: revistas, libros, publicaciones) y su asma se alimentaba del polvo que acumulaba el papel impreso, contó Cabrera Infante.
Varios estantes de madera preservan unos 400 ejemplares de la biblioteca original de Lezama Lima, que se nutría sobre todo de ediciones provenientes de España, Francia y México, ahora conservada en su mayor parte en la Biblioteca Nacional de Cuba.
El museo posee la muestra de artes plásticas más valiosa de los artistas de la vanguardia cubana, que tuvieron notoriedad desde los años 40 del siglo pasado, fuera de las salas del Museo Nacional del Bellas Artes.
La colección de pintura y escultura fue conformada a lo largo de décadas por amigos de Lezama Lima, muchos de ellos colaboradores entusiastas de las portadas y las páginas interiores de los diez años de ediciones de la revista literaria Orígenes.
Hasta hace tres años era posible visitar a unos pocos pasos, en la misma cuadra, a la ya fallecida Nélida Rodríguez Yero, la última empleada que cuidó a Lezama Lima y satisfizo su apetito por la cocina cubana y en especial los postres de harina y almíbar.
Lezama gustaba de la buena cocina, de los habanos, de pasar horas conversando y de tratar a todos con extrema cortesía, comentó Nora Jiménez, una vecina humilde, de unos 80 años, que cada día intercambiaba frases con él al verlo pasar.
Hasta el edificio suelen llegar los lezamianos para imaginar los años en que el poeta y ensayista denominaba el lugar como la universidad de Trocadero 162 y recibía a jóvenes a los cuales iniciaba en poesía y filosofía.
El museo conserva las colecciones de miniaturas asiáticas y los muebles originales del escritorio donde Lezama Lima hizo buena parte de su obra, antes de optar por escribir a mano en la sala del hogar, sentado en un sillón y mirando a la puerta principal.
Decoran los ambientes esculturas, platos y figuras de cerámica que fueron descritos en Paradiso. Más que museo, la casa es un verdadero templo a este habanero empedernido, dijo a IPS el periodista Armando Chávez, especialista en temas culturales.
Lezama Lima era capaz de caminar durante horas por la ciudad, yendo de librería en librería, o pasar cualquier cantidad de tiempo sentado en un banco del Paseo del Prado habanero, mientras la brisa le aliviaba el asma, contó Chávez.