Hay que buscar las causas de la agudización de la pobreza en América Latina en la profunda desigualdad, algo que no suele hacerse adecuadamente, según el experto argentino Bernardo Kliksberg, quien apuesta al empuje social para cambiar la situación.
América Latina y el Caribe conforman una región con algunas de las mayores reservas de materias primas estratégicas del mundo, fuentes baratas de energía, óptimas posibilidades de producción agropecuaria, ingentes riquezas turísticas y una muy buena ubicación en términos de geografía económica.
Sin embargo, más de 43 por ciento de sus 505 millones de habitantes son pobres, más de un tercio de sus jóvenes están desempleados, la mortalidad materna es más de 20 veces mayor a la del mundo industrializado y la exclusión sigue en aumento.
Para muestra, es de señalar que entre 2000 y 2002 la cantidad de pobres creció en 15 millones y el porcentaje de habitantes en esa situación es mayor que en 1980.
La razón central, no suficientemente examinada por los economistas, está en la desigualdad existente en América Latina, la mayor del planeta, precisó en entrevista con IPS el sociólogo y también economista Kliksberg, responsable de la Iniciativa sobre Capital Social, Etica y Desarrollo en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que realiza su asamblea anual en Lima.
Pero Kliksberg, autor de una treintena de libros sobre el tema, se declara optimista respecto del futuro. Esa realidad se puede modificar con la profundización de la democracia, el empuje de la sociedad civil, el potencial de desarrollo material de la región y, sobre todo, con la capacidad de los latinoamericanos para generar capital social e insuflar ética a la gestión económica.
—¿Cómo se alimenta la pobreza de la desigualdad?
—En primer lugar por la desigual distribución de la riqueza generada. El 20 por ciento más rico de la población recibe 60 por ciento del ingreso nacional en América Latina, y el 20 por ciento más pobre recibe sólo tres por ciento de ese ingreso.
—¿De qué modo se traduce esa inequidad?
—En el acceso a activos productivos, como por ejemplo la tierra. Una gigantesca población rural no accede al bien de producción más básico. Hay desigualdad en la educación, pues el 10 por ciento más rico tiene como mínimo 12 años de escolaridad y el 30 por ciento de menor ingreso apenas alcanza a cinco años. Eso se traduce en menores salarios, porque la brecha entre trabajadores calificados y no en la región es una de las mayores del mundo. Hay grandes desigualdades en salud, por la menor esperanza de vida y mortalidad materna e infantil. En 2003, enfermedades asociadas a la pobreza causaron la muerte de 190.000 niños en América Latina.
—¿Cómo se pudo medir la relación entre desigualdad y pobreza?
—Un estudio de la economista estadounidense Nancy Birdsall hizo una proyección econométrica para comparar la América Latina de fines de los años 60 y la que surgió después de las dictaduras militares (de los años 70 y principios de los 80) y la aplicación de políticas ortodoxas (neoliberales).
—¿Y cuál sería el nivel de pobreza si se hubiese seguido aplicando en la región la política económica de la década del 60?
—La pobreza alcanzaría a la mitad de la actual. El aumento de la desigualdad ha duplicado la pobreza. Es lo que llamamos pobreza innecesaria, causada sólo por más desigualdad.
—¿Falló entonces el recetario liberal aperturista, el llamado Consenso de Washington, impuesto en los años 90 en América Latina?
—Fue ineficiente para reducir la desigualdad y, en casos como Argentina, polarizó a la sociedad y llevó a destruir la clase media. El crecimiento es imprescindible, así como tener economías competitivas y baja inflación, pero un estudio (coordinado por la Comisión Económica para América Latina) muestra que mayores tasas de crecimiento demorarían muchísimo, de 30 a 50 años, en reducir moderadamente la pobreza, que afecta a 221 millones de latinoamericanos y caribeños. Mejorar la equidad tendría un impacto más fuerte en menos tiempo.
—¿Qué políticas o medidas concretas se deben aplicar para ello?
—En el acceso al crédito, por ejemplo. Hay 60 millones de pequeñas y medianas empresas en América Latina, que son la principal fuente de empleos y que pueden generar muchos más, pero que reciben apenas cinco por ciento de todo el volumen de préstamos que aporta el sistema financiero regional.
—¿Usted entiende que avanzan en esa dirección los nuevos gobiernos de América Latina?
—Justamente, surgen nuevos gobiernos al extenderse el clamor contra la desigualdad y la pobreza, porque la política es un factor muy activo. El programa brasileño Hambre Cero, por ejemplo, es absolutamente anti-desigualdad y desarrolla una estrategia original, al involucrar a toda la sociedad, y no sólo al Estado, en las tareas de facilitar el derecho humano básico de la alimentación.
—¿Qué puede decir de los casos de Argentina y de Venezuela? (De visita en varias ciudades venezolanas, Kliksberg decidió no opinar sobre el proceso político venezolano actual).
—Hay experiencias maravillosas, como la Feria de Consumo Popular en Barquisimeto (oeste de Venezuela) donde 80 cooperativas y otras asociaciones de productores y consumidores abastecen con alimentos hasta 40 por ciento más baratos a 50.000 de las 170.000 familias de la ciudad. Y en Argentina, los nuevos ingresos fiscales se han invertido en el área social. Es importante, para elevar el número de consumidores y hacer crecer el mercado interno, mermado por la desigualdad.
—¿Hay lugar entonces para el optimismo?
—Absolutamente. Hay vientos de cambio muy importantes en América Latina. Por el empuje de la sociedad civil que quiere democracia con más igualdad. Y el pensamiento sobre el desarrollo empieza a pasar de una visión puramente economicista-financiera, de resultados tan pobres, a la que se propone una economía con rostro humano y preservación del ambiente.
—¿Cómo pueden estas sociedades animar los nuevos enfoques?
—Hay que discutir la gran dimensión olvidada del desarrollo, la formación de capital social y la ética. No son una llave mágica, pero cualquier comparación entre sociedades más y menos desiguales muestra la importancia del clima de confianza en el interior de una sociedad, la capacidad de asociatividad, la conciencia cívica y los valores éticos.
—¿Puede ofrecer un ejemplo latinoamericano al respecto?
—Las remesas de los inmigrantes latinoamericanos en Europa y América del Norte, fundamentada en valores familiares y éticos, para apoyar a quienes se quedaron en el terruño, representaron 32.000 millones de dólares en 2002 y 40.000 millones de dólares en 2003. Ese flujo de recursos no entró en los cálculos de los economistas tradicionales y es una suerte de capital perfecto, que no genera deuda externa, va a los sectores más necesitados y tiene un efecto multiplicador importante.
—¿Cómo deberían comportarse otros actores económicos?
—La economía en definitiva debería estar al servicio de valores éticos, como los derechos de las familias y de los niños, o de los jóvenes a trabajar y de los ancianos a ser protegidos. Poco se dice que 40 por ciento de los mayores de 60 años en América Latina no tienen ningún ingreso. Debe haber responsabilidad ética en las políticas públicas y en la acción de la empresa privada.
—Pero todos los gobiernos reivindican el componente ético y social de sus políticas.
—Sí, pero aún la corrupción devora hasta 10 por ciento del producto bruto latinoamericano. Por eso son importantes iniciativas como la de la legislatura del (meridional) estado brasileño de Río Grande del Sur, que dispone acompañar el presupuesto económico anual con un presupuesto social, provisto de objetivos cuantificables, y del cual el ejecutivo deberá rendir cuentas anualmente.
—¿Y no es un objetivo romántico el reclamo a las empresas?
—Absolutamente no. Tomemos los casos de Enron (gigante energético de Estados Unidos, quebrado de modo fraudulento en 2002) o de Parmalat (la empresa láctea transnacional italiana, envuelta un escándalo similar este año), pero sobre todo estudios según los cuales al menos 50 millones de estadounidenses ya son clasificados como consumidores éticos, es decir, un rico mercado de compradores que orienta sus compras hacia productos de firmas que se comporten como buenos ciudadanos con respecto a los consumidores, a sus empleados, al ambiente y en terceros países.
—Este giro ético es un regreso a los orígenes.
—Así es. Al quehacer económico como lo recogía la Biblia, traducido en expresiones del papa Juan Pablo II que insiste en un código ético para la globalización. Y los padres fundadores de la economía moderna, comenzando por Adam Smith, consideraron siempre la ética como un requisito esencial de la actividad económica.