Con la puja por la candidatura presidencial del Partido Demócrata como pelea de fondo, el vicepresidente estadounidense Dick Cheney trata por todos los medios, hasta ahora sin éxito, de asegurarse su lugar en la fórmula republicana.
No siempre fue así. Cheney aventó en las elecciones de noviembre de 2000, con su imagen de moderación y sus 35 años de experiencia en Washington, el temor de los votantes por la supuesta insensibilidad e inexperiencia del presidente George W. Bush.
Pero los políticos del Partido Republicano lo ven ahora como un lastre para el presidente, que pujará en noviembre por la reelección en un combate para el que cada voto será fundamental.
Cheney ya no representa la voz moderada de sabiduría y cautela que los electores suelen pretender para un vicepresidente. Su papel en la guerra en Iraq y otros actos de gobierno controvertidos lo retratan como un extremista que siempre defendió las medidas más radicales.
Ahora no sólo es percibido así, sino también como una especie de eminencia gris que ejercitó una influencia indebida sobre Bush para que el mandatario asumiera una agenda más derechista.
Esa impresión se consolidó con el libro publicado hace pocas semanas por el ex secretario del Tesoro Paul O'Neil, quien atribuyó al vicepresidente la formación de una especie de guardia pretoriana alrededor de Bush para impedir que le llegaran opiniones opositoras.
Además, el vínculo de Cheney con la empresa de servicios petroleros Halliburton, que firmó con el gobierno contratos por miles de millones de dólares para la reconstrucción del Iraq de posguerra, se ha convertido en otra mácula para su trayectoria.
Los demócratas, tanto en el Congrso legislativo como en las tribunas partidarias, usan el rítmico nombre de la empresa como un mantra que encierra la creciente preocupación sobre Iraq y el disgusto del público con el capitalismo clientelista y la codicia corporativa.
Desde hace dos meses circulan rumores de que figuras republicanas vinculadas con el padre de Bush, el ex presidente George Bush (1989-1993), lanzaron una discreta campaña para cerrar paso a la reelección de Cheney, considerado el vicepresidente más poderoso de la historia estadounidense.
Entre las figuras que ejercen presión en ese sentido figuran el consejero de Seguridad Nacional de Bush padre, Brent Scowcroft, y quien fuera su secretario de Estado James Baker, hoy en el gobierno negociando con países extranjeros la condonación de la deuda externa de Iraq.
Estos veteranos republicanos han manifestado en privado gran preocupación por el poder sin precedentes de Cheney sobre el joven Bush y el daño que sus consejos le hicieron a las relaciones de Estados Unidos con viejos aliados, especialmente en Europa y en el mundo árabe.
En ese contexto deben enmarcarse la nutrida ronda de conferencias de prensa y entrevistas que el vicepresidente concedió este mes, así como su viaje a Suiza e Italia, su segunda salida al extranjero en tres años de gobierno de Bush.
Creo que él sabe que está en problemas, dijo esta semana a IPS un prominente dirigente republicano para quien Cheney debe ser borrado de la fórmula.
No creo que haya otro modo de explicar por qué dio una entrevista pueril para (la sección del diario The Washington Post) Style. Se sabe que él evita esas cosas, agregó.
El viaje de Cheney y la repentina y abundante disponibilidad que mostró hacia la prensa fue notada por The New York Times, que calificó su comportamiento de calculado maquillaje de año electoral para atemperar su imagen de duro en el país y en el extranjero.
Pero lo destacable de todo esto es que Cheney sólo confirmó su imagen de radical de derecha, confirmada por una entrevista brindada este mes a la cadena National Public Radio (NPR).
Cheney no sólo insistió entonces en que se encontrarían grandes arsenales de destrucción masiva en Iraq, sino también que dos camiones detectados en ese país durante la guerra que duró entre el 20 de marzo y el 1 de mayo constituía una evidencia concluyente en tal sentido.
Ambas afirmaciones fueron de inmediato refutadas por el saliente jefe de los inspectores de armas del gobierno, David Kay, para quien los arsenales iraquíes fueron destruidos a comienzos de los años 90.
Los camiones contenían equipos para producir hidrógeno destinado a globos aerostáticos o tal vez combustible de cohetes, pero no para armas.
En la misma entrevista para NPR, Cheney insistió en que había evidencia abrumadora de una relación establecida, entre el ex presidente iraquí Saddam Hussein y la red terrorista Al Qaeda.
Pero esa posición ha sido desvirtuada en todo sentido por la virtual totalidad de la comunidad de inteligencia estadounidense, e incluso Bush y otras altas figuras del gobierno evitan referirse al asunto.
En una segunda entrevista, Cheney dijo al diario USA Today que no estaba preocupado por su imagen de Maquiavelo del gobierno, diestro en las artes de persuadir a su príncipe de desarrollar políticas cuestionables.
Y agregó, sorpresivamente: ¿Soy, acaso, el genio maligno en la esquina a quien nadie ve salir nunca salir de su agujero. Es un lindo modo de operar, en realidad.
Le guste o no, Cheney es visto cada vez más de esa manera, tanto por demócratas como por republicanos internacionalistas como Baker y Scowcroft.
Lo que tal vez sea más preocupante es que también son más los derechistas y libertarios republicanos que lo ven como un peligro para las posibilidades de reelección de Bush, dado el costo de la guerra contra el terrorismo y su impacto en la salud fiscal y en los derechos civiles.
Así que Dick Cheney resultó ser un verdadero radical, no un republicano moderado, observó la columnista Georgie Anne Geyer, que en un artículo publicado por la revista American Conservative comparó al vicepresidente con el cardenal Richelieu, figura dominante de la Francia del siglo XVII.
Hay poco misterio sobre lo que hizo efectivamente, pero mucho sobre el modo en que este hombre de Wyoming debería ser el epicentro de un esquema tan extraño, tan maquiavélico, tan profundamente ajeno al contexto estadounidense, añadió
En un nuevo libro sobre Tony Blair, el periodista Philip Stephens, del diario Financial Times, retrata a Cheney como el convidado de piedra en reuniones clave en Washington entre el primer ministro británico y Bush.
Stephens menciona a un allegado a Blair que se quejó de Cheney por lanzar una guerra de guerrillas contra los esfuerzos de Londres por lograr el aval de la Organización de las Naciones Unidas para la guerra en Iraq.
El libro concluye que Cheney constantemente procuró socavar en privado al primer ministro. Una vez que hayamos logrado la victoria en Bagdad, todos los críticos parecerán estúpidos, le dijo a un alto funcionario seis meses antes de la invasión, según Stephens. (