La imagen pública del vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney, ya no es más la de aquel político experimentado de la campaña electoral de 2000, que aseguraba a los votantes una supervisión adulta de la presidencia en caso de que George W. Bush llegara a la Casa Blanca.
Calmo pero resuelto, aquel hombre canoso que a los 34 años ya era jefe de personal de la Casa Blanca bajo la presidencia de Gerald Ford (1974-1976) y fue secretario de Defensa durante la primera guerra del Golfo (1991), parecía la encarnación de la veteranía y la competencia.
Además de su experiencia en el gobierno, había trabajado varios años como director general de Halliburton, una de las empresas más grandes y rentables del país.
Muchos confiaron en que Cheney contrarrestaría la inexperiencia de Bush y moderaría sus entusiasmos infantiles, excepto quizá en lo relacionado con proyectos petroleros en el estado de Texas, recortes de impuestos, fundamentalismo cristiano y béisbol.
Tres años después, el público estadounidense ve cada vez más al vicepresidente como un ideólogo de ultraderecha, y por lejos el más poderoso número dos de la historia estadounidense.
Su imagen está manchada por multimillonarios contratos de reconstrucción en Iraq para Halliburton, en la que mantiene un interés financiero, y por su negativa a revelar al Congreso las reuniones que mantuvo para la creación de la actual política energética nacional.
Aunque el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y sus asesores neoconservadores se transformaron en los principales blancos de críticas por la invasión de Iraq, Cheney fue el principal impulsor de esa guerra dentro de la administración, junto con el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz.
La imagen de Cheney como extremista viene gestándose hace mucho tiempo, pero sólo parece haber captado la atención de la prensa a mediados de septiembre, en particular desde la polémica aparición del vicepresidente en el programa de noticias ”Meet the Press”, de la cadena NBC.
En ese programa, el día 14, Cheney no sólo justificó el anterior optimismo de Estados Unidos sobre los resultados de la guerra en Iraq, sino que defendió dos historias hace mucho desacreditadas por los servicios de inteligencia.
El vicepresidente reafirmó que uno de los secuestradores de los aviones que protagonizaron los atentados del 11 de septiembre de 2001 se había reunido con un espía iraquí en un café de Praga cinco meses antes, y que Iraq fue el patrocinador del ataque de 1993 contra el World Trade Center.
La primera de las historias fue desacreditada por el propio Bush, quien hace 10 días dijo a la prensa que su gobierno no encontró ”ninguna prueba” de vinculación entre el ex presidente iraquí Saddam Hussein y los atentados del 11 de septiembre.
Mientras, los medios de prensa pusieron de relieve el desapego de la realidad del vicepresidente. ”Cheney en el país de las maravillas”, fue el título de un editorial de Los Angeles Times. The Washington Post y el semanario Newsweek publicaron largos artículos que desmentían las versiones del segundo de Bush.
Ya al principio de la actual administración, la imagen de político razonable y moderado que Cheney había creado en su larga carrera comenzó a revertirse.
Fue él quien promovió a Rumsfeld (su antiguo jefe bajo la presidencia de Richard Nixon y Gerald Ford) como secretario de Defensa, y luego insistió, pese a las objeciones del secretario de Estado (canciller) Colin Powell, en designar a Wolfowitz como subsecretario.
También insistió, contra la voluntad de Powell, en nombrar a John Bolton, un acérrimo unilateralista, como subsecretario de Estado para el control de armas y la seguridad internacional.
Asimismo, Cheney designó como su propio jefe de personal y asesor de seguridad nacional a Lewis Libby, un ultraconservador que había elaborado junto a Wolfowitz en 1992 un polémico plan para la dominación militar mundial de Estados Unidos.
El vicepresidente también promovió el nombramiento de Elliott Abrams como director de la oficina del Consejo de Seguridad Nacional para Medio Oriente.
Abrams rechaza el proceso de paz palestino-israelí iniciado en Oslo y se identifica con el partido derechista Likud, que gobierna en Israel. El propio Cheney dijo en 2002 al ministro de Defensa israelí que ”deberían colgar” al presidente palestino Yasser Arafat.
Trascendió que Libby y Cheney visitaron varias veces la sede de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) antes de la guerra contra Iraq, para presionar al organismo a que ”encontrara” pruebas de la fabricación de armas de destrucción masiva en Iraq y de los vínculos de Saddam Hussein con la organización terrorista Al- Qaeda.
Pese al deterioro de la imagen de Cheney en los medios y al cuestionamiento de sus vínculos con Halliburton, su influencia sobre el presidente Bush no parece haber disminuido.
Mientras Powell negociaba este mes en el Consejo de Seguridad de la ONU una resolución que reduciría la autoridad de Washington en Iraq a cambio de la participación del foro mundial en la reconstrucción, Cheney encabezaba un esfuerzo internacional para mantener el control absoluto del Iraq de posguerra, revelaron fuentes diplomáticas.
Cheney ”ha sido mucho más inflexible que Rumsfeld”, dijo una de las fuentes. (