El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, parece más determinado que nunca a forjar un nuevo orden mundial basado en la superioridad militar de su país, cinco meses después de los ataques terroristas en Nueva York y Washington.
Sin embargo, numerosos críticos estadounidenses y extranjeros consideran que el gobierno no sólo no ha pensado en las implicaciones de su estrategia sino que también, por la agresividad de su «guerra contra el terrorismo», podría estar sembrando las semillas de su propia destrucción.
Es cada vez más aceptado que su objetivo es la hegemonía de Estados Unidos, al menos con respecto a Europa y Asia. Después de todo, esa fue la premisa explícita de un documento estratégico elaborado en 1992 por el actual subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, y el asesor de seguridad nacional del vicepresidente Dick Cheney, Lewis Libby.
Aunque el tono del documento fue suavizado sustancialmente luego de su filtración a la prensa hace 10 años, no hay evidencias de que Wolfowitz, Libby ni sus jefes, cuya influencia dentro de la administración aumentó en los últimos tres meses, hayan cambiado de opinión.
«Todos hemos empezado a utilizar la H (de hegemonía) para describir la política de Estados Unidos», dijo Michael Klare, experto en seguridad nacional de la Facultad de Hampshire, en el estado de Massachussets.
Desde el 11 de septiembre, la administración Bush hizo saber al mundo por distintos medios que Washington no está dispuesto a aceptar limitaciones a su poder ni a su libertad de acción.
Su retiro unilateral del Tratado sobre Misiles Antibalísticos de 1972, considerado un pilar del control de las armas nucleares, fue apenas un primer paso, aunque para los unilateralistas de extrema derecha y los neoconservadores del gobernante Partido Republicano fuera casi el paraíso.
El segundo paso fue el anuncio de que Washington estaba listo a desplegar, o desplegaba, unidades de sus Fuerzas de Operaciones Especiales en varios países -Filipinas, Somalia, Yemen- para ayudar a fuerzas locales a derrotar o capturar a presuntos miembros de la red terrorista Al-Qaeda y aun a delincuentes comunes.
Los pasos tres y cuatro los dio Bush hace dos semanas, cuando lanzó su proyecto de presupuesto para el año 2003 y habló sobre El Estado de la Unión ante el Congreso.
En su discurso, el presidente planteó como nuevo objetivo de su guerra contra el terrorismo al «eje del mal» constituido por Iraq, Irán y Corea del Norte, países sospechosos de tener vínculos con grupos terroristas y de construir armas de destrucción masiva.
El plan presupuestal de Bush busca financiar un incremento de 14 por ciento en el presupuesto militar mediante el casi congelamiento de los demás gastos federales.
Ese presupuesto militar, de 331.000 millones de dólares este año, ya es mayor que el gasto en defensa combinado de los siguientes nueve países con más poder militar del mundo. El mandatario también aclaró que el aumento del año próximo sería apenas el primero.
En realidad, sólo el aumento propuesto de 48.000 millones de dólares es mayor que todo el presupuesto de defensa de cualquier aliado de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Eso llevó a algunos observadores a sugerir que el verdadero propósito del gobierno es desalentar a países europeos que quieran competir con el poder militar de Estados Unidos, uno de los objetivos explícitos del documento de Wolfowitz y Libby de 1992.
«Nos encaminamos a un apartheid militar dentro de la OTAN», afirmó Thomas Friedman, columnista del diario The New York Times. «América será el chef que decida el menú y prepare las grandes comidas, mientras los aliados de la OTAN serán los asistentes que mantengan la limpieza y la paz, indefinidamente».
De manera similar, las declaraciones de Bush sobre el nuevo «eje del mal» confirmaron su aspiración de «buscar apoyo para una guerra más amplia y riesgosa», según las palabras de Charles Krauthammer, columnista de The Washington Post.
El gobierno «nos lleva cuesta abajo por una pendiente resbaladiza, desde la destrucción de la sede de Al Qaeda y el gobierno (afgano) que la albergaba hasta la invasión o bombardeo de otros países que patrocinen o permitan operaciones de Al Qaeda», sostuvo Michael Kinsley en otro artículo del Washington Post.
Esa pendiente también incluye «desde la acción militar contra países que protejan o respalden a terroristas conectados con los atentados del 11 de septiembre hasta acciones contra países que hagan otras cosas malas, como desarrollar armas nucleares», añadió.
La guerra antiterrorista parece no tener fin y justificar, sin debate público hasta la fecha, cualquier intervención militar, de Filipinas a Somalia, la amenaza de nuevos conflictos en Iraq o Corea del Norte, y aumentos sin precedentes en el gasto de defensa que han causado déficit federal.
Y eso es sólo el comienzo, según el propio gobierno.
Círculos políticos de Washington comienzan a preguntarse si esta estrategia es siquiera remotamente sustentable, impulsada como lo es por el trauma del 11 de septiembre, el fácil derrocamiento del gobierno Talibán en Afganistán y la altísima popularidad de Bush registrada en las encuestas de opinión.
Esas mismas encuestas registraron durante las últimas dos décadas el rechazo de la mayoría de los consultados a la actuación de Washington como «la policía mundial» o incluso como «el primero entre iguales» en asuntos internacionales.
En ese marco, la política de Bush es una aberración, pero tal opinión es expresada menos por los opositores demócratas, en general renuentes a criticar la política exterior por ahora, que por republicanos moderados, quienes esta semana comenzaron a preguntar en públicamente hacia dónde lleva al país el gobierno.
El senador Chuck Hagel, veterano de la guerra de Vietnam, calificó los últimos discursos y acciones de Bush de «muy peligrosas» y a la actitud del gobierno hacia las reservas europeas de «arrogante», a la vez que criticó al secretario de Estado (canciller) Colin Powell.
En materia de diplomacia, «una vez que se inicia un camino, no se puede volver atrás», advirtió a Powell, en declaraciones que fueron inmediatamente aprobadas por el republicano Lincoln Chaffee, del estado de Rhode Island.
De manera similar, se están alzando voces sobre los costos de la estrategia de Bush, en particular por la debilidad de la economía y el déficit que crearía el nuevo presupuesto de defensa.
«Hay una cuestión de ambición imperial aquí», opinó Klare. «Me parece que no han pensado realmente en cuánto costará mantener esto», agregó.
Según Friedman, la insistencia de Washington en fijar la agenda de la OTAN significará el fin de la alianza, mientras para Kinsley, los objetivos bélicos y despliegues militares en constante expansión de Bush conducirán a «un atolladero de escala mundial».
Expertos regionales ya advirtieron que la intervención de asesores de Estados Unidos en regiones remotas de Yemen, el sur de Filipinas y Somalia podría provocar reacciones locales sumamente desestabilizadoras.
Hasta ahora, Washington evitó atascarse en Afganistán, aunque Bush está muy lejos de conciliar su promesa de restaurar la estabilidad en ese país con su negativa a proveer soldados estadounidenses para pacificar a los señores de la guerra que han sustituido a Talibán fuera de Kabul. (FIN/IPS/tra- en/jl/aa/mlm/ip/02