El consumo de marihuana está arraigado en la cultura de Swazilandia, al punto que la imagen de un cacique tribal fumándola en pipa es recreada para los turistas en la Aldea Cultural de Mantenga.
Pero las fuerzas policiales del reino swazi y de la vecina Sudáfrica están resueltas a terminar con las plantaciones ilegales.
«Mi trabajo es sentarme, fumar y permitir que los turistas me fotografíen», dijo Samkelo Nsibandze, de 64 años, empleado en la aldea. Su figura es una de las principales atracciones turísticas del país.
Vestido con un traje de piel de antílope y brazaletes de cuentas, Nsibandze se sienta con las piernas cruzadas sobre el césped y aspira profundamente su pipa de cerámica.
«Esta vez es tabaco. Pero a veces le pongo dagga, según la costumbre swazi», dijo Nsibandze. Dagga es el nombre que los habitantes de Africa austral dan a la marihuana, también conocida en Swazilandia como insangu.
Según su propia definición, el trabajo de Nsibandze es uno de los más placenteros en este país de 900.000 habitantes.
Pero el antiguo hábito de fumar las hojas de una variedad silvestre de cannabis que crece en las montañas —y que también es cultivada— se da de bruces con las prioridades de las autoridades locales y las de Sudáfrica.
En operativos conjuntos, las fuerzas policiales combinadas localizaron y destruyeron 50 por ciento de las plantaciones de la septentrional región montañosa de Hhohho, informó la Real Fuerza Policial de Swazilandia.
Setenta por ciento de los campesinos de la zona mantienen cultivos comerciales de marihuana, según el Consejo contra el Abuso de Drogas y Alcohol.
«De hecho, esos agricultores pobres se quejan pues su subsistencia depende de la plantación de marihuana, ya que no hay cultivos alternativos», dijo Sipho Vilakati, legislador que representa a la zona en el parlamento.
El Ministerio de Agricultura procura desde 1998 la introducción de nuevos cultivos que se adapten al clima montañoso, pero los agricultores afirman que la inadecuada caminería les impedía llegar con su producción a los mercados.
Sin embargo, los narcotraficantes que financian el cultivo ilegal entregando semillas a los campesinos y comprando sus cosechas nunca tuvieron dificultades para colocar su producto.
La marihuana swazi es transportada a la septentrional ciudad sudafricana de Johannesburgo, y la mayor parte sigue su ruta hacia Europa, donde el dulce sabor y el poderoso efecto intoxicante del «oro swazi» es muy apreciado por los consumidores.
«Nuestra cerveza tradicional tiene poca fuerza, pero nuestra dagga es poderosa», dijo Charles Mahlalela, de 52 años, cultivador de la región de Hhohho.
Al igual que la mayoría de los hombres de su generación, Mahlalela dejó atrás sus días de fumador de marihuana. En las zonas rurales, el cultivo para uso familiar es una tradición cada vez menos practicada.
Muy pocas mujeres tienen ese hábito, mientras los jóvenes con dinero se vuelcan al consumo de bebidas alcohólicas, en especial cerveza. La juventud urbana prefiere otras drogas de fácil acceso en discotecas y bares.
Aún se desconoce si la reducción de los cultivos swazi tuvo algún efecto en el consumo sudafricano o europeo. Pero los campesinos locales se encuentran ante una encrucijada. Ya no son de recibo sus reclamos por caminos inexistentes o en mal estado para trasladar la producción agrícola.
«La única forma de llegar a las aldeas de las montañas era por helicóptero, por eso la policía tenía que abrirse paso por la selva con machetes. Pero más tarde, con la construcción de la represa de Maguga, se tendió una red de caminos y carreteras», explicó el superintendente adjunto de policía, Leckinah Magagula.
Algunos plantadores de marihuana han aprovechado la asistencia gubernamental para cultivar y vender cultivos legales, y crearon cooperativas para obtener riego de la represa.
Otros se benefician de la escasez de marihuana, que duplicó su precio en las calles de la capital, Mbabane, y aseguran que plantar y consumir marihuana es un derecho cultural.
«Fumar dagga siempre fue privilegio de los caciques swazis. La ley del hombre blanco no puede privarnos de lo que es nuestro. Fue Dios quien puso al insangu (otro término para la marihuana) en Swazilandia», dijo Clement Dlamini, un fumador moderado de 27 años.
«Dios también puso el virus de la malaria, pero hacemos todo lo posible por erradicarlo», replicó el inspector de policía Elliot Dube.
Por otra parte, el país no podría derogar las leyes antinarcóticos que datan del periodo colonial británico, concluido en 1968.
«Swazilandia es signataria de tratados internacionales contra el narcotráfico internacional. La marihuana es un gran negocio y los agricultores son explotados por los reyes sudafricanos de la droga. Sudáfrica también quiere poner fin a esta situación», afirmó Dube.
Sin embargo, la policía swazi asegura ser indulgente cuando encuentra «una o dos plantas en el jardín de las viviendas rurales». Pero las autoridades advierten que no tolerarán la plantación comercial bajo el pretexto de preservar un hábito cultural. (FIN/IPS/tra-eng/jh/mn/dc-mj/ip cr/01