BRASIL: Pobreza y desigualdad saltan a la agenda electoral

La pobreza y la desigualdad serán cuestiones clave en los comicios de octubre de 2002 en Brasil, a tal punto que el presidente Fernando Henrique Cardoso afirmó que el área social, y no la económica, será decisiva para la elección de su sucesor.

No es casual, por lo tanto, que el ministro de Educación, Paulo Renato Souza, y el de Salud, José Serra, sean mencionados como posibles candidatos presidenciales.

Pero los persistentes indicadores negativos, confirmados este mes por el Informe de Desarrollo Humano 2001 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), dejan mal parado al país y al gobierno.

Veintidós por ciento de la población brasileña, 37 millones de personas, viven en la pobreza, es decir con ingresos de menos de dos dólares diarios, y 15,3 millones viven con menos de un dólar por día. Además, el 10 por ciento más rico de la población concentra 46,7 por ciento del ingreso nacional.

Los expertos brasileños trabajan con otros datos. Marcelo Neri, jefe del Centro de Políticas Sociales de la Fundación Getulio Vargas, en Río de Janeiro, calculó que 50 millones de brasileños viven en la miseria, es decir ganando menos de 32 dólares al mes.

Una pequeña redistribución del ingreso, con los demás 120 millones de brasileños aportando seis dólares al mes, podría erradicar la miseria en el país en un año, aseguró Neri.

Para eso se debería corregir el destino de los recursos, aumentando los dirigidos a «los más pobres de los pobres», sostuvo el experto entrevistado por varios diarios acerca de su informe «El mapa del fin del hambre».

La contribución total necesaria equivale a una pequeña parte del presupuesto destinado al área social, que en Brasil equivale a 20,9 por ciento del producto interno bruto, el más elevado de América Latina, señaló Neri.

La aplicación equivocada impide que los recursos, a pesar de su magnitud, sean efectivos en la reducción de la pobreza y la inequidad, coinciden investigadores de Brasil y de organismos internacionales.

El efecto es contrario al esperado en algunos casos. La inversión en las universidades públicas y gratuitas, en las cuales la mayoría del estudiantado pertenece a las capas medias y ricas, es elevada. Como esos centros de enseñanza son los mejores del país, esa inversión contribuye a perpetuar las desigualdades.

A los pobres les toca pagar si aspiran a acceder a la enseñanza superior, para lo cual deben apelar a escuelas privadas y menos calificadas.

Concentrar recursos en la previsión social es una grave equivocación, según Neri, pues eso favorece a la población más vieja, así como en beneficios a trabajadores del sector formal, que cuentan con el beneficio del salario mínimo, fondos de retiro e indemnizaciones en caso de despido.

Pero 56 por ciento de los indigentes brasileños pertenecen a familias encabezadas por trabajadores informales, privados de cualquier protección. Y son los niños y adolescentes los más afectados por la miseria.

Para combatir efectivamente el problema, el economista propuso el establecimiento por parte de las autoridades de metas anuales de reducción de la pobreza, tal como se hace con la inflación, para facilitar el conocimiento del asunto y la movilización social.

Son objetivos factibles, tenga o no el país crecimiento económico, pues para alcanzarlos es más efectiva la redistribución del ingreso, reduciendo la desigualdad, señaló Neri.

El «Mapa del fin del hambre» señala a Maranhao, en el norte de Brasil, como el estado más pobre del país, con 62,37 por ciento de indigentes. En el otro extremo figura Sao Paulo, el más industrializado, con 11,53 por ciento.

La baja proporción de campesinos que logran retirarse con una jubilación o pensión en el sistema de previsión social hace que Maranhao tenga más miserables que estados del Nordeste tan pobres como ese estado y aun más.

La miseria se refleja en la gran incidencia del trabajo en condiciones de esclavitud. Son frecuentes los casos de empleados sometidos a condiciones de trabajo inhumanas, prácticamente sin remuneración, en haciendas y carbonerías.

Las trampas con que los reclutadores de esclavos atraen a los trabajadores para luego tenerlos cautivos con el pretexto de que deben pagar los alimentos e instrumentos de trabajo son conocidas tanto en Maranhao como en los estados vecinos, como Pará.

Pero «la gente acepta ofertas engañosas, ante la falta de empleos y de comida», explicó a IPS Ivonete da Silva Souza, secretaria del Centro de Defensa de Derechos Humanos, de Açailandia, un municipio de 90.000 habitantes en el sur de Maranhao.

El hambre y la privación o precariedad de vivienda es parte de la vida de los miles de pobres atraídos a la ciudad por los escasos empleos ofrecidos por la industria siderúrgica instalada en la región hace poco más de dos décadas.

Pero la miseria comprende también «la ausencia de ciudadanía», ya que muchos no disponen de certificado de nacimiento, ni de documentos de trabajo o de identidad. Es decir, no existen legalmente, y, además, son casi todos analfabetos, observó la activista.

Souza, de 26 años, estudia psicología en la vecina Imperatriz, a una hora de distancia en autobús, en un ejemplo de esfuerzo propio para superar la pobreza. Trabajó desde los nueve años como empleada doméstica, cuidadora de niños y secretaria de un juez, mientras estudiaba.

Hija de un campesino pobre y de una «madre analfabeta», que tuvieron nueve hijos, Souza es activista social desde los 16 años, indignada al ver a sus amigas obligadas a prostituirse para sobrevivir, otra llaga de la miseria local. (FIN/IPS/mo/mj/dv/01

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