Dos hombres se llevaron el 2 de septiembre de 1999 a la periodista Cosette Ibrahim de la casa de sus padres en el pueblo cristiano de Rmeich, en el área del sur de Líbano entonces ocupada por Israel.
Ibrahim, de 24 años, dejó sin terminar el plato de pescado que almorzaba ese día soleado. Pronto se dio cuenta de que la llevaban a la temida Jiam, prisión controlada por el proisraelí Ejército del Sur de Líbano (ESL) con el consentimiento de la fuerza de ocupación.
La joven fue conducida allí para ser interrogada por Aql Hashem, oficial del ESL entonces a cargo del mando en el sector occidental de la zona ocupada.
En los últimos 15 años, Jiam ha sido sinónimo de temor, tortura y violación de los derechos humanos.
«Por raro que suene, sentí cierto alivio. Al menos sabía a dónde me llevaban y que no había nada que pudiera hacer para evitarlo», recuerda Cosette.
Cosette Ibrahim se convirtió en una de las 3.000 personas detenidas en Jiam.
Algunos fueron detenidos por ser sospechosos de darle información a Hizbolá, el grupo islámico que encabezó la guerra de liberación contra la ocupación israelí. Otros sencillamente por enconos personales. Miles de vidas fueron destrozadas y muchas familias quedaron separadas.
«Después de negarme muchas veces a darle información, sentí que Youssef Hashem, que estaba a cargo de la seguridad en nuestra aldea, me tenía rencor. Esa fue su venganza», señaló Sawsan Janafer, maestra de 24 años, llevada a Jiam en febrero de este año.
La cárcel de Jiam fue inaugurada en 1985 por la fuerza israelí, que la dirigió hasta 1987, cuando le transfirió el control al ESL.
La presión del Comité Internacional de la Cruz Roja para visitar la prisión de Jiam obligó al ESL a mejorar las condiciones de detención. Pero la visita sólo se realizó en enero de 1995, un año después de se solicitada.
A pesar de la presión internacional, las torturas continuaron. Los reclusos sufrían patadas en todo el cuerpo, la aplicación de choques eléctricos, y eran colgados, por lo general desnudos, al sol o bajo la lluvia, relataron algunos de ellos.
Todos los días durante 20 días dos guardias mujeres retiraban a Janafer de su celda y la conducían a su sesión de interrogatorios. Le cubrían la cabeza con una bolsa y, maniatada, la llevaban a una habitación donde la interrogaban dos horas por la mañana y otras dos por la tarde.
«Los primeros tres días estuvieron bien. No me golpearon. Incluso le comenté a mi interrogador que pensaba que Jiam sería peor de lo que era. El me respondió que los medios de comunicación exageraban», dijo Janafer.
«Pero luego me di cuenta de lo malo que podía ser Jiam», agregó.
Janafer fue obligada a arrodillarse y a sostener una silla en el aire con sus manos esposadas durante horas. Le aplicarían choques eléctricos si la dejaba caer, amenazaron.
Cada vez que se sentía desfallecer, Janafer pensaba en el choque eléctrico. Pero al final no podía evitar que su cuerpo colapsara. Entonces era mojada con agua y le aplicaban los choques en los dedos.
Las patadas en el rostro le quebraron la nariz, y la falta de atención llevó a infectarse una alergia en todo el cuerpo.
No obstante, Janafer asegura que tuvo suerte de ser mujer, porque los hombres sufrían una tortura mucho peor.
Sawan lloraba hasta dormirse en su celda de confinamiento solitario, donde permanecían todos los presos hasta que concluía el interrogatorio.
«Lo peor para mí fue cuando dejaron de llevarme a los interrogatorios. ¿Me iban a liberar? Era horrible esperar todo el día y despertarme la mañana siguiente esperando que alguno de ellos me llevara», recordó.
Dos meses después, fue llevada a la celda con otra muchacha, Ismahan Jalil. Luego se les unieron Ibrahim y Najwa Samhat, madre de cuatro, cuyo marido y su hijo de 19 años estaban detenidos al mismo tiempo.
Las cuatro pasaron las últimas semanas de detención tratando de ser optimistas. Sabían que el primer ministro israelí Ehud Barak se había comprometido antes de su elección a retirar las tropas antes del 7 de julio. Había que esperar.
Todo ocurrió antes de lo esperado.
El 23 de mayo, las exclamaciones exclamaciones de «Alá akbar» (Alá es grande) resonaron en el patio de la cárcel.
«Pensamos que tal vez el SLA estaba matando a los detenidos a medida que abandonaban la cárcel, pero pronto vimos el agujero en el portón y la gente abriéndolo con una barra de metal», recordó Janafer.
Nadie reía. Nadie lloraba. Estaban todos demasiado atónitos, dándose cuenta con lentitud de que estaban recobrando la libertad y de que la pesadilla se había terminado.
Sus oraciones dieron sus frutos. Los 22 años de ocupación israelí concluyeron el 24 de mayo.
Ibrahim no se lamenta de su estancia en prisión. «Al fin y al cabo, fue gracias a nuestro sacrificio, junto con el de todos, que nuestro país fue liberado», dijo.
Janafer sostuvo que la libertad les llegó por partida doble, pues salieron de Jiam y retornaron a sus poblados, también liberados de la ocupación israelí.
Pero pasará tiempo antes de que los pobladores del sur de Líbano se acostumbren a la libertad.
«En la cárcel aprendí el precio de la libertad. Por supuesto que nuestras mentes no dejaron nunca de ser libres, pero también es cierto que 22 años de ocupación y de temor constante modifican tu actitud», dijo Janafer. (FIN/IPS/kg/sm/mj/hd ip/00