El Instituto de Oncología de Argentina parece abandonado, aunque no lo está. Allí, en una pequeña sala, trabaja Eugenia Sacerdote, una médica de 89 años acostumbrada a sortear obstáculos, impulsada por su pasión por el estudio.
Una anciana de delantal blanco como su cabello entreabrió la puerta de su universo a IPS. Estaba "escuchando" un trabajo de investigación en una máquina lectora que le envió un laboratorio para que su ceguera casi total no le impidiera seguir estudiando.
Sacerdote sabe mucho de desafíos, y este es apenas uno más. Inclusive se ofreció como cobaya para probar un nuevo tratamiento para su ceguera que aún no está siquiera a la venta. Nació en Turín, Italia, en 1911, y ante quien no conoce su historia, su aspecto apenas deja ver a una callada abuela.
"Cuando terminé la (enseñanza) secundaria me aburría terriblemente, porque a mí me gustaba estudiar. Pero con el título del liceo (instituto) de mujeres no se podía ir a la Universidad en Italia, asi que junto con mi prima decidimos preparar las materias del secundario de varones y en un año las rendimos todas, incluyendo latín y griego", recordó.
Una vez aprobado el ciclo secundario, Sacerdote y su prima eligieron medicina. "A mi me gustaba también la matemática, pero mi hermano tuvo entonces un accidente y pasé tres meses cuidándolo. Allí me di cuenta que me interesaban mucho la vida del hospital y la tarea de los médicos y las enfermeras".
En la Facultad de Medicina eran sólo cuatro mujeres, sobre un total de 500 alumnos. Su prima es Rita Levi Montalcini, que en 1987 ganó el premio Nobel de Medicina.
Ella, en cambio, debió emigrar a Argentina junto a su esposo y su primera hija en 1939, poco antes del comienzo de la segunda guerra mundial. "Eramos judíos y nos echaron", dijo en voz baja.
Poco antes de salir, la dictadura de Benito Mussollini se encargó de romperle el título en pedacitos, pero de todos modos, al llegar a Buenos Aires, no encontraría a nadie dispuesto a reconocérselo. Estuvo cinco años sin poder trabajar, tuvo otros dos hijos y durante un año y medio vivió en Brasil.
Finalmente, en 1943, su marido consiguió empleo en Buenos Aires y ella, con la ayuda de una cuñada que le cuidaba a los tres niños pequeños, consiguió "una mesa y una silla", cedidas por el catedrático de Histología de la Facultad de Medicina.
"Era lo único que podían ofrecerme. ¿Salario? Bueno, la cátedra tenía un fondo anual para vidrios. Si se rompían muchos jarros y pipetas, yo no cobraba casi nada, pero si se rompían pocos me daban lo que quedaba". Así trabajó dos años.
En Argentina, aún hoy en que las mujeres son mayoría entre los estudiantes de medicina, son muy pocas las que acceden a los cargos más altos como investigadoras o profesoras o en la dirección de hospitales, centros de investigación y universidades. Nunco hubo una decana en la Universidad de Buenos Aires.
Los avatares de la política determinaro el despido de un catedrático y Sacerdote fue llamada al Instituto de Medicina Experimental. "Yo hacía cultivo de células y me dieron un mostrador que era el mismo en el que los pacientes llegaban con sus muestras de orina, sangre y materia fecal".
Pidió otro sitio, más ascéptico, y se lo dieron. "Era un laboratorio perfectamente limpio, pero allí guardaban los frascos con piezas de biopsias y autopsias, con tantos vapores de formol en el ambiente que las células se morían antes de que empezara a trabajar con ellas", comentó.
Cuando había conseguido un mejor lugar para sus cultivos la llamaron del Departamento de Virus. Pero el director que la convocó se fue a vivir a Uruguay a mediados de los años 50, en el momento en que estallaba una epidemia de poliomielitis, antes de que el estadounidense Jonas Salk desarrollara su vacuna.
"Tuve que mandar a mis hijos a vivir a Montevideo por tres meses, y no me movía del laboratorio, analizando cien muestras de materia fecal por día", dijo. Con el descubrimiento de la vacuna, Sacerdote fue convocada por la Organización Mundial de la Salud a Estados Unidos y a Canadá para aprender sobre control de vacunación.
Al volver a Buenos Aires, los tiempos políticos habían cambiado y pudo participar en un concurso universitario, pese a ser extranjera. Fue designada titular de la cátedra de Biología Celular, pero entonces las autoridades se dieron cuenta de que nunca le habían reconocido el título profesional. Entonces lo hicieron.
"Nunca había podido atender a un paciente y ya era tarde para empezar la práctica, asi que seguí la carrera de investigadora, pero en 1966 vino otro golpe de Estado y me echaron de la Universidad de Buenos Aires. Así que vine a este Instituto de Oncología para abrir el Departamento de Investigación, que no existía", indicó.
Sacerdote trabajó casi siempre en oncología experimental y en los últimos años en enfermedades degenerativas del cerebro, como el mal de Alzehimer. Mantiene su cargo de investigadora y conduce los estudios de decenas de becarios. "Algunos vienen a leerme, y terminamos escribiendo algo juntos", comentó.
Respecto de la evolución de las enfermedades que ha investigado, es escéptica acerca del cáncer. "Confieso que no tengo muchas esperanzas en relación al cáncer, a pesar de todos los avances de la genética y de los trasplantes, porque no sabemos aún por qué una célula se enloquece dentro del organismo".
En cambio, se manifiesta esperanzada en el tratamiento del sida (síndrome de inmunodeficiencia adquirida). "El sida es un virus que llega desde afuera y lo podemos atrapar antes de que ingrese al organismo", explicó, con su acento todavía italiano.
Sacerdote cree que la ciencia avanzó grandes pasos en sus años como investigadora, quizás mucho más de lo logrado por la humanidad en otros campos. "No estamos preparados ni ética ni moralmente para esos desarrollos", advirtió. "Ese es mi miedo". (FIN/IPS/mv/ff/sc dv/00