El presidente de Argentina, Fernando de la Rúa, cumplió hoy 100 días de gobierno con imagen pública positiva, aunque declinante, y un claro objetivo de corto plazo: ordenar las cuentas, y sólo entonces, proceder a una mejor distribución social de los ingresos.
De la Rúa tenía a mediados de marzo 68,6 por ciento de opiniones positivas, frente a 16,8 por ciento de su antecesor Carlos Menem, pero cinco puntos porcentuales menos que él mismo cuando asumió el 10 de diciembre, según una encuesta del Centro de Estudios de Opinión Pública (CEOP).
El mandatario, que ganó los comicios cultivando una imagen de gobernante austero y preocupado por la corrupción casi opuesta a la de Menem, es hoy el político con mejor imagen, y su vicepresidente Carlos Alvarez se ubica tercero.
El segundo puesto corresponde al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Carlos Ruckauf, del opositor Partido Justicialista (peronismo). Ruckauf fue vicepresidente en el segundo periodo de Menem, pero logró tomar distancia del ex mandatario, un gesto que hoy lo beneficia.
Muchos analistas atribuyen la leve declinación de De la Rúa al contraste entre las expectativas entusiastas de los primeros días y el lógico desgaste de la función pública. "De la luna de miel a la convivencia" fue el título más ilustraativo del diario La Nación para trazar el balance del gobierno.
A la hora de calificar la gestión presidencial, las opiniones favorables decaen como si los encuestados aceptaran las limitaciones del que acaba de llegar.
En el mismo estudio del CEOP se observa que 45,9 por ciento considera buena o muy buena la gestión frente a 34,6 por ciento que la califican de regular y a 9,6 por ciento que la ven mala.
Es que los elogios dentro del país no pueden abundar cuando el principal logro de una gestión parece radicar en en una reducción presupuestaria, un aumento de impuestos, un achicamiento del desequilibrio fiscal, un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y una rebaja de las tasas de interés.
Estas medidas de saneamiento —acompañadas por gestos públicos de altos funcionarios decididos a mostrarse austeros— estuvieron acompañadas de otra norma controvertida: la reforma laboral, una iniciativa a punto de ser sancionada y que tuvo un costo alto en la relación con los sindicatos.
Los sindicalistas que aceptaron la reforma, tendiente a flexibilizar las normas de contratación y de esa forma achicar los costos de las empresas, dieron el aval al gobierno, y los que no adoptaron medidas de fuerza y se constituyeron la semana última en un nuevo poder sindical "rebelde".
Todos estos pasos, dirigidos a recuperar la confianza de los inversores, revertir la recesión económica —en 1999, el producto interno bruto retrocedió tres por ciento— y a bajar el costo de la deuda, no son medidas que la población pueda acompañar con alivio.
Resulta poco alentador hablar de un año —o quizás más— de profundización del ajuste, para sólo entonces dar crédito a las pequeñas y medianas empresas, fomentar las exportaciones, crecer, crear empleo, distribuir más equitativamente los ingresos y tender una amplia red de protección a lor marginados.
Sin embargo, era éste el otro gran pilar sobre el que se construyó la imagen de De la Rúa. El flamante presidente no sólo cultivó cualidades de hombre honesto y buen administrador, sino también de persona decidida a impulsar un crecimiento cuyos beneficios no estén concentrados en unos pocos.
En la lucha contra la corrupción, el gobierno de De la Rúa se transformó en un testigo mudo de los procesamientos por irregularidades de altos funcionarios del gobierno de Menem. También creó una Oficina Anticorrupción para que controle los actos de su propio gobierno.
Pero los desafíos socioeconómicos se revelan más difíciles de encarar, y siempre el argumento para justificar demoras es el mismo: el déficit fiscal está primero.
Sólo después se rearmará el Estado para que atienda las necesidades sociales, se aumentará los subsidios al desempleo o las magras pensiones de los jubilados.
En materia de educación, otro de los puntos fuertes de la campaña electoral del actual oficialismo, el primer impulso se frenó. El ministro Juan José Llach logró que los maestros depongan una medida de fuerza que había comenzado hacia tres años con una tienda de campaña frente al Congreso legislativo.
Con la promesa de un aumento salarial, los maestros levantaron la tienda y comenzaron las clases. Pero tras ese primer gesto, el ministro se llamó a silencio, y lo mismo ocurre con Graciela Fernández Meijide, ministra de Desarrollo Social en la que había depositadas muchas expectativas.
Fernández Meijide recibió una cartera clave de este gobierno que se proponía el desarrollo social como uno de los ejes de la gestión, pero hasta el momento se limitó a centralizar un sinnúmero de programas de ayuda y a atender urgencias como las innundaciones en el noroeste del país.
Los esfuerzos por mostrar el contraste entre una gestión derrochadora o de funcionamiento muy controvertido, y una honesta y transparente, tienen limitaciones a la hora de contentar al electorado que tiene necesidades básicas insatisfechas, según observadores.
El desempleo se ubica cerca de 15 por ciento, y un tercio de la población vive en condiciones de pobreza. La recesión de 1998, 1999, más la amenaza de empresas que podrían trasladarse a Brasil — donde los costos son más bajos— conforman un panorama muy crítico para el desarrollo económico.
En este sentido, la encuesta del CEOP señala que la corrupción ya no preocupa tanto como el desempleo y la inseguridad. El segundo problema está muy relacionado con el primero, de acuerdo con informes que indican que a mayor marginalidad social, mayor número de delitos.
Distintos observadores creen que lo que cambió básicamente en estos 100 días que siguieron a 10 años de gobierno de Menem es el "clima político", que está menos enrarecido por denuncias de corrupción, pero hasta el momento parecen ser más las asignaturas pendientes que los logros. (FIN/IPS/mv/mj/ip if/00