/Perspectivas 2000/ DERECHOS HUMANOS: Justicia internacional salió a cazar violadores

El ex dictador chileno Augusto Pinochet espera, desde su lujoso arresto domiciliario en el barrio londinense de Virginia Waters, la llegada del 2000 como actor central de uno de los hechos más trascendentes del fin del siglo.

Pinochet, de 84 años, cambió en marzo de 1998 el uniforme por el traje civil y asumió el cargo de senador vitalicio, pero no llegó a representar un anhelado papel de legislador, sino que permaneció atado al de violador de los derechos humanos por obra y gracia del juez español Baltasar Garzón.

Garzón y Pinochet fueron en 1999 los puntos de referencia de un nuevo y controvertido capítulo en la historia del derecho internacional, que generó roces diplomáticos y aprensiones en gobiernos y foros multilaterales.

El caso Pinochet colocó en la agenda internacional el problema del juzgamiento extraterritorial de los crímenes contra la humanidad antes de que pudiera materializarse la creación del Tribunal Penal Internacional, acordada en septiembre de 1998 en Roma.

La detención en Londres del ex dictador el 16 de octubre de 1998 puso también a prueba otros instrumentos mundiales, como la Convención Internacional sobre la Tortura, en la cual se basa el juicio en curso para la extradición de Pinochet a España.

Los procesos a cargo de Garzón, que involucran tanto a Chile como a Argentina, tienen una carga política que va más allá de esos dos países y constituye una suerte de ajuste de cuentas con la historia reciente de América Latina.

El juez desató un conflicto con varios agonistas y antagonistas en la región: la soberanía nacional versus las leyes internacionales, la democracia versus las amenazas militares, la impunidad versus la justicia, la memoria versus el olvido.

El hito preliminar de esta saga se produjo una mañana de diciembre de 1992 en Asunción, cuando el juez paraguayo José Fernández y el ex preso político Martín Almada descubrieron los archivos de la llamada Operación Cóndor.

Miles de documentos encontrados en la estación de policía de Lambaré, donde fueron dejados por funcionarios de la dictadura de Alfredo Stroessner, derrocado en 1989, registraban en esos archivos la coordinación de los cuerpos represivos del Cono Sur latinoamericano en los años 70 y 80.

Se comprobó así el carácter transnacional y colectivo del terrorismo de Estado. Hasta entonces, países europeos, como Francia en el juicio al capitán argentino Alfredo Astiz, habían tenido que limitarse a sentenciar criminales en ausencia por casos particulares.

El 10 de junio de 1996, el juez Garzón acogió en Madrid una denuncia presentada en marzo de ese año por la Unión Progresista de Fiscales (UPF) de España por hechos de terrorismo, genocidio y otros crímenes contra la humanidad a manos de la dictadura que gobernó Argentina entre 1976 y 1983.

En julio de ese mismo año, la UPF presentó otra denuncia, por delitos similares, contra Pinochet y los miembros de la Junta Militar que el 11 de septiembre de 1973 derrocó a Salvador Allende e instaló una dictadura que duró hasta marzo de 1990.

La causa contra la dictadura chilena fue asumida por el juez Manuel García Castellón, pero los antecedentes sobre la Operación Cóndor permitieron a Garzón emitir una orden internacional de captura contra Pinochet cuando se supo que el general estaba en Londres en octubre de 1998.

Garzón pudo así concentrar ambas causas para darles un trámite judicial resistido no sólo por los presidentes Eduardo Frei, de Chile, y Carlos Menem, de Argentina, sino también por la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, incluido el de Cuba.

Dirigentes políticos conservadores de otros países, como la británica Margaret Thatcher, se alinearon también junto al ex dictador chileno, para rechazar su juzgamiento internacional y caracterizarlo como víctima de una persecución política.

Se trazó una línea divisoria en América Latina que dejó de un lado a víctimas de la represión y activistas por los derechos humanos, movidos por demandas éticas, y del otro a gobiernos, sectores conservadores y militares, cuyos argumentos principales se basaron en razones de Estado.

En el archivo de 1999 quedarán otros personajes emblemáticos como Sola Sierra, la presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Chile, fallecida en septiembre durante una operación de la columna vertebral similar a la que motivó el viaje de Pinochet a Londres y permitió su arresto allí.

La flemática justicia británica siguió imperturbable con el caso Pinochet, en una sucesión de dictámenes y apelaciones, marchas y contramarchas, hasta que el juez Ronald Bartle dio lugar el 8 de octubre al juicio de extradición a España del ex dictador basándose en la Convención Internacional sobre la Tortura.

Garzón, quien mantiene un pedido internacional de arresto contra 40 militares y ex funcionarios de la dictadura chilena, emitió en noviembre otra contra 98 violadores argentinos de los derechos humanos.

El criterio de extraterritorialidad de la justicia aplicado por España fue objeto de críticas impulsadas por Frei y Menem y aprobadas por foros como la Cumbre Iberoamericana de La Habana, a la cual ambos mandatarios faltaron en señal de protesta, y la última cumbre del Mercado Común del Sur en Montevideo.

Más allá de las posiciones gubernamentales, la ruptura del manto de impunidad de las antiguas dictaduras alentó una reactivación de las acciones judiciales en Argentina y Chile relacionadas con el terrorismo de Estado.

El ex dictador argentino Jorge Rafael Videla fue encarcelado por el delito de secuestro de niños, y seis generales chilenos fueron encausados en 1999, incluso involucrados en querellas presentadas contra Pinochet.

Jueces de Chile sentaron una nueva jurisprudencia para no amnistiar casos de desaparición forzada de personas, y las Fuerzas Armadas de este país accedieron por primera vez a conversar con abogados sobre derechos humanos, en una mesa de diálogo de incierto futuro.

En el umbral del 2000, el futuro inmediato de Pinochet aparece atado a un prolongado juicio de extradición o a su liberación por razones de clemencia, en virtud de su avanzada edad y de la supuesta gravedad de las enfermedades que sufre.

Cualquiera sea el desenlace para el ex dictador, el escenario ya no volverá a ser el mismo y el derecho internacional seguirá enfrentando desafíos que, tal vez, incrementen las reservas de los gobiernos hacia el Tribunal Penal Internacional.

La historia continuará. La guatemalteca Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz, anunció a comienzos de diciembre que presentaría a Garzón una denuncia por los 200.000 crímenes represivos que se cometieron en su país desde los años 50. (FIN/IPS/ggr/mp-mj/hd/99

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