/Perspectivas 2000/ ECONOMIA: La religión del desarrollo no ofrece salvación

La fe en el desarrollo, sostenida casi como una religión por su promesa de prosperidad material para todos, es cuestionada como mal dirigida, limitada a promover el mercado, a ampliar la desigualdad y profundizar la inseguridad humana, pese a las buenas intenciones de sus acólitos.

La mayoría de los pobres del mundo, que viven en el Sur, son "perdedores milenarios", dijo Jacques Attali, ex titular del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo.

La observación de Attali es significativa, porque fue uno de los apóstoles del desarrollo encargados de supervisar la reconstrucción de Europa después de la segunda guerra mundial (1939-1945), y sentó un ejemplo que propagaría la religión por lo que se dio en llamarse el "Tercer Mundo".

La nueva fe fue proclamada por el presidente estadounidense Harry Truman en su discurso inaugural en 1948.

"Debemos embarcarnos en un nuevo y audaz programa para que los beneficios de nuestros avances científicos y del progreso industrial estén a disposición de las zonas subdesarrolladas para su mejoría y crecimiento", dijo entonces.

"Debemos favorecer la inversión de capital en zonas necesitadas de desarollo. Con la colaboración de empresas, capital privado, agricultura y trabajo de este país, podemos elevar sustancialmente su nivel de vida", agregó.

"La idea fue lanzada como una maniobra de relaciones públicas. De todas maneras, fue adoptada por los intelectuales y el público en general", apuntó Gilbert Rist, historiador suizo y profesor de estudios de desarrollo.

En las décadas siguientes, cada vez más países se liberaron del poder colonial para encontrarse a sí mismos consignados al Tercer Mundo.

Buscaron la redención en el desarrollo y la mayoría se inclinó por la planificación económica a cargo del Estado porque temían que los mercados irrestrictos pudieran apoderarse de sus naciones jóvenes, pobres y políticamente débiles.

Hasta los años 80, la mayoría de los países en desarrollo mantuvieron las restricciones al comercio y la inversión extranjera, e intentaron modernizar sus economías.

Esperaban que un "nuevo orden económico internacional" les brindara el marco político necesario para aumentar los precios de los productos básicos, favorecer la transferencia tecnológica y conseguir términos de intercambio más equitativos con el próspero Norte.

Esas aspiraciones chocaron con los fundamentalistas del libre mercado, que hallaron poderosos cruzados en la primera ministra británica Margaret Thatcher, el presidente estadounidense Ronald Reagan y el canciller (jefe de gobierno) alemán Helmut Kohl.

El suyo fue un compromiso para proclamar el evangelio de la libertad de comercio y las inversiones como el verdadero camino al crecimiento económico.

En la lucha subsiguiente entre el mercado y el poder del Estado, académicos y activistas, sobre todo del Sur, presintieron una crisis de fe.

Peggy Antrobus, de la Universidad de las Antillas, resumió el dilema con la pregunta: "¿Qué tipo de mercado y qué tipo de Estado?".

La respuesta de Washington fue sencilla: los mercados deben estar libres de trabas y los Estados deben apoyarlos.

Ese punto de vista cobró tal fuerza entre las altas jerarquías del Tesoro estadounidense, del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial, todos con sede en la capital de Estados Unidos, que en los años 90 el economista John Williamson lo llamó "el Consenso de Washington".

"El poder que tiene el Consenso de Washington en la teoría y la práctica del desarrollo en los años 80 y 90 es difícil de exagerar", escribieron John Cavanagh, del Instituto de Estudios Políticos, y Robin Broad, de la Universidad Estadounidense, con sede en Washington.

"El otrora vibrante debate sobre el desarrollo ha desaparecido", aseguraron.

El dogma de esa nueva fe incluyó las políticas para combatir el déficit fiscal y el recorte del gasto público, como la eliminación de subsidios a los productos básicos.

La reforma impositiva, las tasas de interés fijadas por el mercado, los índices de intercambio competitivos, la eliminación de licencias comerciales a favor de aranceles a su vez reducidos, la eliminación de las trabas a la inversión extranjera directa, la privatización, la desregulación de la competencia, y los sistemas legales y comerciales basados en el derecho de la propiedad privada, fueron otros artículos de la nueva fe.

Washington aplicó su credo con un celo arrogante y un universalismo criticado por detractores y partidarios por igual, tras las crisis económicas de los últimos cinco años.

El ex presidente Truman encargó a la Organización de las Naciones Unidas la tarea de llevar adelante su "esfuerzo mundial para lograr la paz, la abundancia y la libertad", pero los misioneros del Consenso de Washington fueron el FMI y el Banco Mundial.

Estados Unidos y otros importantes acreedores comenzaron a acosar a los prestatarios del Sur en desarrollo cuyas deudas alcanzaron en los años 80 los intereses más altos de la historia.

El papel del FMI fue reforzar las políticas de libre mercado y el Banco Mundial alentó las reformas a través de "préstamos de ajuste estructural".

Esos y los más recientes "paquetes de ajustes sectoriales" han crecido hasta absorber dos tercios de la cartera de créditos del Banco Mundial. (SIGUE/2-E

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