Ahmad Ismail espera que su hijo sea un soldado por la liberación de Palestina cuando este año el joven regrese desde un campamento militar en Damasco a este campamento de refugiados en las afueras de Beirut.
Pero es posible que Ibrahim, de 15 años, haga lo mismo que los cientos de jóvenes que deambulan entre el pestilente olor a basura, sudor y pólvora en los ruinosos callejones del abarrotado campamento de refugiados de Chatila.
Aquí, los refugiados cargan la antorcha de la revolución y envían a sus hijos a los campamentos militares de los palestinos extremistas, en Damasco.
Los jóvenes usan uniformes militares de fajina y reciben pequeños salarios del líder opositor palestino Abu Musa, quien rechaza el actual proceso de paz con Israel.
También adornan las paredes de Chatila con amenazadores carteles exigiendo derechos que el mundo olvidó hace mucho, y el regreso a Palestina, una tierra que la mayoría de ellos no conoce.
Dejados fuera de los acuerdos de paz que el líder palestino Yasser Arafat firmó con Israel, estos refugiados languidecen en la opresiva pobreza y la furia contenida.
Ni el acuerdo de paz les da un hogar, ni su tierra adoptiva, Líbano, los considera como ciudadanos.
Los 350.000 palestinos refugiados en Líbano fueron deliberadamente dejados de lado en el ambicioso programa de este país para la reconstrucción de los edificios bombardeados y la reconciliación entre facciones en guerra.
La mayoría de los libaneses los ve como una amenaza al frágil equilibrio que las sectas del país han mantenido desde 1990.
Debido a su alto número, si se les concede la ciudadanía podrían alterar el equilibrio demográfico y político a favor de los sunitas, la secta islámica a la que pertenecen la mayoría de los palestinos.
"Líbano no aceptará que sean ciudadanos libaneses. Ellos tienen tierras y hogar en Palestina. Sólo están aquí temporalmente", declaró Abdul Satar Laz, vocero del primer ministro Rafiq al Hariri, musulmán sunita.
Las leyes de Líbano consideran a los refugiados palestinos como trabajadores extranjeros, aunque muchos de ellos han estado en el país durante más de 50 años.
Sus hijos, aunque hayan nacido en Líbano, tienen prohibido desempeñarse en ocupaciones protegidas por asociaciones profesionales o sindicatos.
Eso significa que no pueden trabajar como médicos, abogados, ingenieros, periodistas, odontólogos, arquitectos, enfermeros o peluqueros. Y no pueden ser propietarios de empresas, excepto dentro de los límites del sobrepoblado campamento, administrado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Cuando viajan al extranjero, los refugiados palestinos deben solicitar una visa de entrada para regresar a Líbano. Esto lleva a muchos a quedarse en casa por temor a que se les niege el reingreso si salen del país.
"La vida sería mucho más fácil para nosotros si nos dieran permisos de trabajo", dijo Riyadh Fayyad, un palestino de 30 años sentado frente a una ruinosa estación de policía provisoria usada por hombres de la organización Fatah Intifada, que responde a Abu Musa.
"No esperamos ser ciudadanos, pero todo mejoraría si pudiéramos trabajar, construir o vivir libremente mientras estamos aquí", indicó.
Los refugiados viven, entonces, dentro de los nueve kilómetros cuadrados que se les asignaron.
Sus abuelos inauguraron el campamento, y en 1982 fueron atacados por milicias cristianas libanesas que masacraron a hombres, mujeres y niños.
Los jóvenes de hoy trabajan como mecánicos, carniceros o vendedores dentro del campamento, uno de los 12 existentes en Líbano.
Las gallinas y cabras buscan comida entre montones de basura y las familias se apiñan en viviendas agujereadas por las balas o casi sin paredes, con los muebles expuestos al sol.
Algunos habitantes del campamento son maestros de la Oficina de Socorros y Trabajos de Naciones Unidas, creada en 1950 para ayudar a los refugiados palestinos. Otros venden ropas de mujer en las calles: ponen los abrigos y bufandas en exposición y se sientan a beber café árabe y a jugar a las cartas.
Para Fayyad, y para muchos jóvenes de las organizaciones militantes, el acuerdo de Oslo entre Arafat e Israel, que pospuso las negociaciones sobre el regreso de refugiados a Palestina, les negó el derecho a la tierra y a la vida que dejaron in 1948.
"Al abandonar ese objetivo, él (Arafat) nos abandonó a nosotros", dijo Fayyad.
Israel se niega a permitir el ingreso de decenas de miles de refugiados porque eso podría significar el fin de su país como estado judío, y lo transformaría, en el corto plazo, en un estado binacional de árabes y judíos.
Muchos judíos israelíes creen que con el tiempo las tendencias demográficas transformarían a los árabes en mayoría.
El estatuto permanente de los refugiados palestinos en Medio Oriente ha de negociarse en las etapas finales del proceso de paz palestino-israelí, junto con otros temas difíciles como los asentamientos judíos, las líneas fronterizas y el estatuto de Jerusalén.
De acuerdo con la ONU, 770.000 palestinos escaparon de las luchas dentro del nuevo estado judío en 1948, aunque Israel sitúa la cifra en 530.000.
Desde entonces, la cantidad de refugiados en campamentos en Líbano, Siria y Jordania y las nuevas áreas de gobierno palestino de la franja de Gaza y Cisjordania creció a 3,5 millones.
La Oficina de Socorros y Trabajos de las Naciones Unidas alojó a 127.000 refugiados palestinos en Líbano en 1950. Ahora la cifra asciende a 350.000.
El mandato oficial de la Oficina consiste sólo en ayudar a los refugiados de 1948, pero ha tenido que atender también a los palestinos que escaparon de la guerra de 1967.
Mientras la agencia lucha contra su déficit, las conversaciones de paz -cuando se realizan- se estancan en el debate sobre qué define a un "refugiado" en este contexto político.
En las paredes de Chatila, los grafitos dejan entrever la desamparada furia de los refugiados abandonados.
Dibujos de hombres enmascarados y símbolos de grupos militantes decoran las paredes junto a retratos de figuras iraníes y líderes del grupo islámico libanés Hizbollah (Partido de Dios). No hay retratos de Arafat.
Si bien esta generación sabe que nunca verá Palestina, al menos puede soñar y cifrar sus esperanzas en sus descendientes.
"Nunca volveré, pero sí lo harán mis hijos. Al menos les voy a enseñar a nunca irse de Palestina", afirmó Ahmad Ismail. (END/IPS/tra-en/dh/di-ml/pr/98