Este sábado se cumplirán, sin alharaca, 100 años de la declaración de guerra de Estados Unidos a España, acontecimiento que marcó la constitución de este país americano en potencia mundial.
Esta fecha es el inicio de lo que el periodista Henry Luce, fundador de las revistas Time y Life, denominó "the American century" ("el siglo estadounidense").
La guerra concluyó seis meses después con la derrota de la otrora poderosa España, un hito en la historia de Estados Unidos y la del mundo. De un solo golpe, Washington se convirtió en una potencia tanto en el océano Pacífico como en el Atlántico, poder que afianzó en 1914 con la apertura del canal de Panamá.
Estados Unidos tomó el control de pequeñas colonias españolas como Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas, lo que abrió luchas dentro de sus poblaciones y entre ellas y Washington que, 100 años después, permanecen sin solución.
La guerra también supuso el fin de la expansión continental de este país, iniciada 100 años antes por 13 ex colonias británicas sobre la costa del Atlántico.
Los líderes de esta nación estaban resueltos a mantenerse al margen de los conflictos que concentraban la atención de Europa. Se dedicaron, por lo tanto, a engrandecer sus propios dominios, a través de la colonización y del dinero si era posible y, si no, por medio de la conquista.
Pero, a pesar de su importancia histórica, el centenario de la guerra contra España merece poca atención en Estados Unidos.
Hubo pequeñas exhibiciones en museos en Nueva York y se publicó un libro, así como un puñado de artículos en los diarios por el aniversario por el hundimiento del buque de guerra Maine en la bahía de La Habana en febrero de 1898, el acontecimiento que galvanizó la opinión pública estadounidense contra España.
Al margen de eso, el centenario de la guerra fue recibido con silencio, en parte por la característica aversión a la historia que manifiestan los estadounidenses. "La historia es una tontería", dijo en 1916 Henry Ford, el mayor capitalista de Estados Unidos.
Otra razón para el desinterés que rodea a este aniversario en Estados Unidos es que a este país nunca le agradó admitir sus conquistas en el extranjero.
"Seguimos considerándonos una especie de grande, pacífica Suiza, cuando, de hecho, somos una gran potencia mundial expansionista. Nuestro imperialismo es más o menos inconsciente", observó el columnista Walter Lippmann en 1926.
Lippmann se refería entonces al envío de un grupo de infantes de marina a Nicaragua para acabar con una revuelta y que derivó en una ocupación de 20 años.
El imperialismo siempre ha sido considerado en Estados Unidos "fuerza bruta que se aprovecha de la debilidad de los inocentes", en palabras de un académico. En otras palabras, de una característica europea, una combinación de cinismo, egoísmo, autoritarismo y decadencia vinculado con la "vieja guerra".
Estos atributos no eran consistentes con la imagen que se atribuía a sí mismo el "yankee", emprendedor, libre, democrático y, por lo tanto, poseedor de una moral superior identificada nada menos que con la voluntad de Dios.
Sin embargo, aun a comienzos del siglo XIX, los líderes de Estados Unidos ya miraban hacia territorios extranjeros con un interés de conquista.
El presidente Thomas Jefferson sostuvo en 1823 que Cuba podría ser "la incorporación más interesante" al joven país, pues le daría control sobre el golfo de México y América Central.
El secretario de Estado (canciller) del presidente Abraham Lincoln, William Seward, consideró la compra de Alaska a Rusia un desembolso inicial para el acceso de Estados Unidos a China. En su momento, la operación fue llamada "el disparate de Seward".
Claro, esas ambiciones eran prematuras en medio de la expansión al oeste norteamericano y de la animosidad creciente entre los estados industrializados y libres del Norte y los estados agrícolas y esclavistas del Sur que al fin derivó en la guerra de Secesión (1861-1865).
No fue hasta el fin de esa guerra, cuando se construyó un sistema de ferrocarriles continental y se registró el auge económico que ubicó al país al mismo nivel que los europeos, que quedó instalada la infraestructura de una potencia mundial.
Una vez que eso sucedió, se infundió a ese objetivo del mismo sentido de misión divina que se había aplicado antes a la colonización continental.
En un popularísimo libro publicado en 1885, el pastor congregacionalista Josiah Strong predijo que "así como le vaya a Estados Unidos le irá al mundo en todo lo que sea vital para su bienestar moral".
"Si no me equivoco, esta poderosa raza (anglosajona) avanzará sobre México, América Central y del Sur, sobre las islas en el mar, sobre Africa y más allá", escribió Strong, líder de la entonces progresista Sociedad Misionera Patriótica, haciendo gala de la retórica darwinista entonces de moda.
La misma raza, portadora de "la mayor libertad, la más alta civilización, la más pura cristiandad", estaba destinada a "imprimir sus instituciones en la humanidad", según Strong.
La España católica era el blanco natural de este fervor misionero, y no solo porque era la potencia europea más débil con territorios codiciados por Washington, sino más bien por razones morales.
Ya en la década del 1790, los libros de texto escolares estadounidenses consideraban "crueles y avaros" a los conquistadores españoles, que "acudieron a América con la intención de cometer matanzas y saqueos".
Esta imagen se fortaleció 100 años después con el sensacionalismo y las maquinaciones de la entonces novedosa "prensa amarilla" de William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer, en especial luego de que el general Valeriano Weyler asumió el mando de las fuerzas españolas en Cuba en 1896.
Weyler lanzó una agresiva campaña militar, que incluyó la reclusión de civiles en campos de concentración con la intención de someter a los insurgentes independentistas cubanos.
Los informes sobre lo que sucedía en Cuba, que penetraron en cada rincón de Estados Unidos con el flamante servicio de noticias por telégrafo de la agencia Associated Press, consideraban la lucha en la isla una "guerra por la humanidad".
"Cuba libre" se convirtió en una consigna patriótica incluso en la polvorienta frontera de la civilización estadounidense en el Lejano Oeste.
El 23 de abril, el Congreso en Washington reconoció a Cuba como nación independiente. España replicó con la declaración de guerra al día siguiente. A su vez, la declaración en el mismo sentido resuelta por los legisladores estadounidenses el 25 de abril marcó el comienzo formal del conflicto bélico.
En unas pocas semanas, la armada estadounidense dominó a la flota española en la bahía de Manila y Theodore Roosevelt fue a la colina de San Juan, en Puerto Rico, para lanzar la carrera política que lo llevaría a la presidencia.
Pero más que dar la independencia a esas colonias, el presidente William McKinley decidió ocuparlas para cumplir "la gran obligación" que esta nación tenía "por designio de Dios y en nombre del progreso humano y la civilización".
"Nuestros principios sin precio avanzan invariables bajo el sol tropical. Acompañan la bandera", decía McKinley.
El "siglo estadounidense" había comenzado. (FIN/IPS/tra- en/jl/mj/ip/98