Son unos aparatitos minúsculos que se presentan como "mascotas virtuales". Tienen origen asiático y sus consumidores, sobre todo niños, terminan siendo adictos. Ya son objeto de debates de sociedad en varios países de América Latina.
Llamados por lo general tamagotchi, un nombre que deriva del japonés tamago, huevo, y del inglés, watchy, relojito, estos "juguetes" obligan a sus usuarios a alimentarlos, satisfacer sus necesidades "biológicas", hacerlos dormir, mimarlos, bajo pena de que se mueran antes de cumplir su ciclo "vital".
El proceso electrónico comienza pocos segundos después que el usuario activa la pequeña pantalla. Allí aparece un huevo y de él nace el tamagotchi, que comenzará paulatinamente a crecer y demandar distintos tipos de cuidados al usuario por medio de señales sonoras (bip, bip).
Creados en 1996 en Japón por la empresa Bandai, los tamagotchis se extendieron rápidamente por el resto de Asia y luego llegaron a Europa y Estados Unidos. En América Latina desembarcaron este año.
En Argentina, donde ingresaron en agosto-septiembre, los representantes de la empresa dicen haber vendido más de 600.000. También están haciendo furor en Chile y Uruguay.
El debate de sociedad se originó sobre todo por el hecho que estos aparatitos electrónicos generan una dependencia tal en sus usuarios más chicos que muchos de ellos no prestan atención a sus cursos escolares para atender a sus tamagotchis y evitar que "mueran".
Establecimientos escolares privados y públicos de Argentina y Uruguay han llegado a prohibirlos lisa y llanamente.
"Tienen implicancias educativas negativas y suscitan afectos chatarra", consideró por ejemplo Sarah Solzi, presidenta de la Fundación para Asistencia, Docencia e Investigación de Argentina.
"En el imaginario del niño, el hecho de que su tamagotchi se haya muerto porque él no pudo atenderlo cuando sonaba la señal porque estaba durmiendo, por ejemplo, significa que no cuidó de su bebé, y eso genera culpabilización", estima otra aregentina, la psicopedagoga Alicia Martínez.
En la red de redes Internet ya hay "cementerios" dedicados a los tamagotchis muertos. "Perdóname por no haberte cuidado", "otra vez voy a tratar de ser más responsable", son algunos de los epitafios escritos por niños que Martínez leyó en el espacio electrónico.
Rasia Friedler, especialista uruguaya en niños y familia, observa que si los juguetitos japoneses son más utilizados por las niñas que por los niños, según establecen todas las estadísticas internacionales, se debe a que "las prácticas de crianza", aunque fueran virtuales, "siguen adscritas al género femenino".
"La capacidad de seducir del tamagotchi viene dada porque pone sobre el tapete un conflicto crucial como el de la crianza, donde las niñas se identifican con la mascota y con su propia madre y adquieren en la ficción poderes omnipotentes sobre la vida y la muerte que en la realidad no tienen", sostiene.
"Jugar con él es como jugar a la adopción, algo que está adquiriendo una importancia creciente por la movilidad de los lazos sociales que se constata en todas las sociedades modernas", agrega.
Friedler observa en ese sentido que probablemente muchos de los niños y niñas consumidores de este objeto sean hijos de parejas de padres divorciados o solteros.
Natalia, una niña de 10 años consultada por el semanario Brecha de Montevideo, negó sentir "responsabilidad" por el hecho de "deber alimentar" a su aparatito. "Sé que es un juguete. Si yo quiero depende de mí y si no le bajo el volumen", indicó.
"Me gusta más jugar con mi tamagotchi que con una miñeca", agregó.
En el mismo sentido se expresaron niñas interrogadas por el diario argentino Página 12, pero distintos especialistas indican que muchos niños no pueden discernir claramente los límites entre la realidad "real" y esa "realidad virtual" que les plantea su mascota.
En cuanto a los adultos usuarios de tamagotchis (Bandai señaló que sus engendros atraen a una población comprendida entre los 12 y los 45 años) la especialista uruguaya estima que esa atracción se debe a "la soledad que hay en esta época, que supuestamente es la de la comunicación".
Tanto Martínez como Friedler estiman que prohibirlos no tiene demasiado sentido.
"El problema debe ser asumido por los propios padres y las escuelas", piensa la especialista argentina.
"Los psicólogos, los psicopedagogos, los psicoterapeutas no podemos mantenernos con los mismos esquemas y los mismos dispositivos de intervención que teníamos incluso hace dos años, porque la vertiginosidad de los cambios nos supera", concluye. (FIN/IPS/dg/ag/pr-cr/97)