ETICA, DEMOCRACIA Y DESARROLLO

¿Qué relación existe entre la ética y la política en una sociedad democrática? ¿De qué manera se relacionan los imperativos del desarrollo y el contexto ético del sistema democrático? La importancia de esos temas nunca fue mayor que hoy.

Una de las características más positivas de los tiempos recientes ha sido una intensificación de la preocupación con relación a los patrones éticos que deben enmarcar, como un cuadro de referencia indispensable, la vida política y el funcionamiento de nuestras instituciones democráticas.

En diversos países de distintas regiones del mundo y de distintos grados de desarrollo, el debate ético pasó a ocupar un espacio creciente en las agendas nacionales, y más recientemente también en la internacional, como lo ilustra el tema escogido para la reunión de la Cumbre Iberoamericana.

Una interpretación más completa de las razones históricas de esa revalorización de la ética quedará para los historiadores que, en el futuro, se aboquen a estudiar las vicisitudes de nuestra época.

A mi juicio, por lo menos dos factores podrían señalarse como iniciadores de esa tendencia.

Por un lado, el proceso conocido como "globalización", con la creciente facilidad de comunicaciones y transportes internacionales, ha favorecido el fortalecimiento de una conciencia de que hay temas de interés universal, global, que no se refieren exclusivamente a países específicos, sino a la humanidad como un todo.

Es el caso de temas como los derechos humanos, el medio ambiente, la pobreza crítica, el desarme nuclear y la corrupción.

Por otro lado, la discusión sobre los valores toma impulso también por el hecho de que, cada vez más, las condiciones de la vida moderna tienden a volver obsoleta la separación abstracta entre el Estado y la sociedad.

Los ciudadanos participan y acompañan cada vez más de cerca las acciones de Gobierno, sea individualmente o a través de la actuación de organizaciones no gubernamentales.

De esa manera, mucho de lo que en tiempos anteriores eran deliberaciones limitadas al ámbito de los arcana imperii, de las razones de Estado, pasa a ser un objeto legítimo de cuestionamiento por parte de los ciudadanos, de la prensa y, en fin, de la sociedad en general.

Varias sociedades vivieron, en tiempos recientes, debates internos de gran significación histórica ligados a la cuestión de la providad administrativa.

En el caso brasileño, esos debates llevaron, en 1992, a la destitución de un Presidente de la República por el Congreso Nacional, en un proceso que, no obstante el inevitable desgaste político inherente a una situación de ese tipo, produjo una ganancia ética considerable.

La sociedad aprendió que puede, de manera pacífica y ordenada, dentro de la normalidad democrática, intervenir en el juego político para hacer valer los padrones de moralidad pública más elevados.

Ese es un aprendizaje importante, que contribuye a fortalecer la confianza de los ciudadanos en sus instituciones libres.

En esa circunstancia, asume una importancia renovada la denuncia y la condena de la corrupción administrativa, de la malversación de recursos del Estado, del peculado y, en suma, de las diversas formas de transformación del espacio público en objeto de la apropiación privada.

En este fin de siglo, las sociedades se vuelven menos tolerantes con la práctica de la corrupción, y este es tal vez el paso más importante para la erradicación de ese mal que produce daños no sólo por los perjuicios pecuniarios que acarrea para los Estados, sino sobre todo porque se convierte en una erosión gradual de la virtud republicana.

El propio carácter ético de ese problema hace que él no esté restringido a una región o categoría de países.

Un reflejo de la formación de una nueva conciencia a ese respecto se encuentra en la importante iniciativa de conclusión de una Convención contra la Corrupción en el ámbito de la OEA, para lo cual fue esencial el liderazgo ejercido por el presidente Rafael Caldera, de Venezuela.

El problema de la corrupción tiene una componente internacional que no puede ser ignorado y un paso muy importante para ello consiste en establecer la idea de que hay obligaciones que deben ser cumplidas por los países para asegurar la cooperación con los esfuerzos de cada Estado para la prevención y la erradicación de prácticas administrativas ilícitas.

La lucha contra la corrupción tiene, de hecho, una importancia enorme. Sabemos cuánto el deterioro de los padrones éticos puede contribuir para la desestabilización de la democracia y para bloquear el progreso social.

El proceso de reforma del Estado presupone la eliminación de los antiguos vicios del clientelismo, del patrimonialismo y del corporativismo, al mismo tiempo que exige una mayor capacidad de interlocución entre los agentes del poder público y la sociedad.

Al mismo tiempo en que se relativiza la separación tradicional, absoluta, entre el Estado y la sociedad, se afirma más que nunca la necesidad de superar la tradicional superposición entre lo público y lo privado. No hay contradicción entre esas dos tareas simultáneas, que más bien son mutuamente complementarias.

Al abrirse a una mayor capilaridad con los movimientos sociales legítimos y las nuevas formas de diálogo y participación, el Estado se "desprivatiza": se moderniza y gana fuerzas para golpear los intereses privados atrincherados en los intersticios del propio aparato del Estado. (sigue

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