Hasta principios de esta década, los hombres y mujeres sin techo que deambulaban por la capital argentina eran casi siempre ancianos solos, alcohólicos, o enfermos psiquiátricos. Hoy su perfil es mucho más heterogéneo.
Son gente cada vez más joven, de 30 y 40 años, profesionales, enfermos de sida, drogadictos, desempleados de toda edad, jubilados, extranjeros indocumentados, familias enteras, y hasta gente con empleo pero con salario tan bajo que no llega a cubrir los gastos de vivienda. Sólo les alcanza para comer y vestirse.
Según los registros de una red de instituciones religiosas que se dedica a su asistencia, las personas sin techo eran unas 2.400 en 1989, cuando comenzó el primer gobierno del presidente Carlos Menem. En 1996, el número trepó a 10.200, aunque otras entidades sanitarias aseguran que son más de 12.000.
En todo el país, hay unas tres millones de familias que tienen problemas de vivienda, lo que representa 35 por ciento del total de población. Pero no todos viven en las calles, muchos están hacinados en habitaciones, ocupan recintos abandonados o viven en los llamados barrios "de emergencia".
Respecto de las personas sin techo, hay características que los diferencian de quienes estaban en igual condición hace pocos años. Ahora el espectro se amplió y los ancianos ven llegar a desamparados que podrían ser sus hijos, o sus nietos.
Los psiquiatras, sicólogos y asistentes sociales que trabajan con los deambulantes en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires, aseguran que mientras al comenzar la década la mayoría tenía problemas individuales que los empujaron a las calles, hoy las causas de la expulsión tienen un origen social.
Muchos de los sin techo de hoy trabajaron hasta hace poco tiempo en empleos públicos o privados, aportaron a la seguridad social para tener una jubilación -en algunos de los casos por más de dos décadas- que aún no les corresponde cobrar pues no tienen 65 años.
Otros ya reciben una pensión, pero es muy magra como para pagar una vivienda.
Ese es el caso de Ema, una mujer de 62 años que percibe al mes poco más de 100 dólares. Con ese dinero, le alcanza para vivir 15 días en hotel muy precario y los otros 15 en la calle.
Hay quienes incluso habían logrado adquirir una vivienda en el conurbano de Buenos Aires, pero ahora sus ingresos son muy bajos y si tienen que viajar todos los días desde su casa al empleo, gastarían un alto porcentaje del salario en viáticos.
En esos casos, el jefe de hogar suele pasar la noche a cielo abierto en la capital, o se traslada con su familia a algún refugio. Según la secretaría de promoción social de la comuna hay unas 300 familias instaladas bajo las autopistas o los puentes ferroviarios de la capital.
En estos "barrios", que se extendieron a la sombra de carreteras y puentes, viven familias de albailes, ayudantes de cocina, empleadas domésticas, empleados de vigilancia y seguridad, y hasta trabajadores bancarios o de comercio, oficios estos últimos identificados tradicionalmente con la clase media.
Es que las cosas han cambiado en los últimos años. Amplios grupos de la clase media, con instrucción y buena salud, fueron decayendo en la escala social.
Expertos como el sociólogo Juan Villareal considera nque se trata de sectores medios "pauperizados".
"Los deambulantes ya no son solamente enfermos mentales o que tienen problemas de alcoholismo", advirtió este mes el arzobispo católico de Buenos Aires Antonio Quarracino. "En la calle se ve gente de todo tipo, jóvenes y viejos, y hasta familias enteras, por no hablar de los niños de la calle", advirtió.
En diálogo con IPS, una asistente social de Caritas que prefirió el anonimato reveló que hay muchos hombres, jóvenes, que llegan del Interior del país o de países vecinos sin su familia, con la idea de buscar un empleo.
Pero terminan sin dinero, viviendo en las calles y alimentándose en los comedores de esa institución de caridad.
En ese sentido, el presidente de Caritas, el obispo Rafael Rey, se ganó las protestas del gobierno cuando advirtió que en los últimos tres años, el número de menores que se alimenta en sus comedores pasó de 50.000 a 400.000, es decir que se multiplicó por ocho.
La cifra no sólo se incrementó por la mayor afluencia de niños sino porque ahora muchos menores llevan de la mano a sus padres, sus abuelos o hermanos mayores para que les sirvan al menos una comida diaria a ellos también.
La socióloga Mercedes Carrasco, del grupo que trabaja con los sin techo en el Hospital de Clínicas, observó igualmente que "la edad de estas personas está disminuyendo mucho en los últimos dos años. Antes eran viejos borrachos (alcohólicos), hoy es común ver gente de 30 40 años, o gente marginada por drogadicción o sida".
Este último es un fenómeno que no se veía en las calles de Buenos Aires. "Nosotros tuvimos oportunidad de tratar con dos jóvenes profesionales que viven en las calles porque están contagiados de sida y fueron quedando marginados", relató la socióloga.
La asistente social de Caritas sostuvo que, a diferencia de lo que indicara el sentido común, la gente joven que vive en la calle no tuvo un pasado como niño de la calle.
"Son gente que tiene familia, que fue alfabetizada, pero que se volvió pobre, y no puede seguir desarrollando su intelecto".
En diálogo con IPS, Ricardo, un hombre de 45 años que vive en la calle desde hace tres, no entiende muy bien cómo llegó a esa situación.
"Trabajé haciendo de todo, cocinero, estibador, empleado de un frigorfico. Pero ahora no consigo nada. ?Familia? Sí, creo que tengo dos hijos", recordó vagamente. (FIN/IPS/mv/dg/pr/97)