El olor. Es un indiscriptible olor lo primero que golpea al penetrar en la cárcel venezolana de Catia y es ese olor lo que más se resiste a esfumarse tras dejar el recinto, ahora cerrado y en espera de su discutida demolición.
"Clausurado", reza una gran pancarta colocada en la fachada del pabellón que da al frente de lo que hasta fines de enero se llamó el infierno carcelario venezolano y que esconde en sus entrañas 3.700 muertos y 21.000 heridos en sus 31 años de existencia.
El penal, donde llegó a haber 3.500 reclusos cuando su capacidad era de 876, se convirtió en el símbolo del hacinamiento y la inhumana situación penitenciaria venezolana, hasta el punto que el Papa Juan Pablo II se empeñó en bendecirlo cuando visito el país hace un año, aunque sólo logró hacerlo desde afuera.
Hasta en esa ocasión se escamoteó a los presos -y al Papa- un derecho, al colocar policías disfrazados de reclusos para ser bendicidos, lo que el muy cristiano ministro de Justicia de la época defendió después por su temor a una agresión al pontífice.
Ahora es el populoso barrio de Catia, en el oeste de Caracas y con un millón de habitantes, el que teme que se le incumpla la promesa de demolición, con la que espera comenzar a borrar el estigma de ser fuera y dentro del país sólo sinónimo de oprobio.
Las señales de la barbarie no se fugaron durante los dos operativos en que los reclusos en el oficialmente llamado Reten Penitenciario de las Flores, fueron trasladados a otras dos nuevas cárceles fuera de Caracas, por ahora más humanas.
El cóctel de orines, humedad, sudores aprisionados, alimentos cocinados y basura, entre los ingredientes más reconocibles del hedor, producen la misma náusea avergonzada que lo que ven los ojos cuando se acostumbran a la penumbra de pasillos y celdas.
Retazos de telas de cualquier origen, convertidas en improvisadas hamacas distribuidas en incierto equilibrio, colman la celda de castigo, en que en menos de sus tres metros cuadrados llegaron a dormir, o intentarlo, más de 10 hombres.
No es que fueran mucho mejores las celdas normales, concebidas como individuales, pero donde un somero recuento de informes colchonetas dispersas por el suelo, sube otra vez a la decena el número de presos que sobrevivió poco o mucho en cada una.
En las paredes de algunas celdas no cabe un milímetro más de carne femenina recortada de revistas para hombres, en otras sorprenden paredes recién blanquedas, con pintura cuyo costo era privilegio de pocos, en un lugar donde todo tenía su tarifa.
Eso comentaron como buenos entendidos, el ministro de Justicia, Henrique Meier, y el alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, cuando hacinados, en su caso entre cámaras televisivas, guiaron este mes un tour para la prensa por la cerrada mazmorra.
Hubo parada especial en la subterránea, nauseabunda y holgada celda en que vivió atrincherado y poderoso uno de los presos más famosos de Catia: Hernán Grimán, asesino de siete policías y muerto en 1992, supuestamente por encargo de un rival interno.
Lo que se llamaba cocina aclara en una sola ojeada el porque los presos estaban dispuestos a pagar sin rechistar para que sus familiares les ingresaran cotidianamente alimentos ya preparados o para cocinar en las propias celdas.
"Yo he visitado campos de exterminio nazi y esto es peor", comentó Jacobo Borges, uno de los mayores pintores vivos del país, oriundo de Catia como otras muchas lumbreras nacionales y con un museo interactivo en la zona que lleva su nombre.
Borges participó en el recorrido ministerial para defender la posición mayoritaria de los vecinos de Catia: que se cumpla la promesa de demolición y los terrenos sean integrados al llamado Parque del Oeste, como contempla el decreto que lo creó.
Fue la opinión también mayoritaria de los que por una decena de tardes se adentraron por pasillos y celdas, cuando el penal fue abierto al público, antes que una compañía militar comenzara a disponer los explosivos para la implosión aún en dudas.
Se trató sobre todo de adolescentes llevados en grupo por sus profesores, pero también familias enteras, quienes recorrían el ruinoso e insalubre recinto, entre exclamaciones, primero, y un creciente silencio, después.
"No hay derecho, hayan hecho lo que hayan hecho eso no es para humanos", sentenció a la salida Giomar Mieres, una adolescente de 14 años de clase media, quien nunca ha tenido un familiar en una cárcel, pero sí varios víctimas del hampa.
"Aquí hubo mucho muerto y mucha maldad junta como para usarlo para cualquier cosa", comentó Ronny Vivas, de 14 años y vecino de Catia, quien ya entró mezclado entre los periodistas y el ministro Meier, "porque quería ver si era tan malo como dicen".
Vivas sí tuvo entre rejas un tío, "que declararon inocente después de dos años" y que "tuvo mucha suerte porque su caso era muy claro y la familia le estaba muy encima para que no se derrumbara y saliera, como todos, drogadicto o asesino".
"Tumbar esta cárcel es necesario para reconstruir esta ciudad. Ella ha operado como una especie de Muro de Berlín invisible que dividió esta ciudad", explicó Borges en su cercano museo, un centro abierto a todo tipo de actividades comunitarias.
"Para muchos caraqueños, Catia queda más lejos que Nueva York", indicó el pintor, para anotar que el Parque del Oeste tiene asignadas 46 hectáreas, concebidas como espacio no sólo ecologico sino de utilidad social, y apenas recibió 14 hasta ahora.
Algunos grupos vecinales de Catia, el Colegio de Ingenieros, promotores de una universidad en la zona y otros sectores comenzaron en enero a impulsar el rescate de las edificaciones, como biblioteca, centro de estudio o simplemente testimonio.
El alcalde Ledezma aparece haciéndose eco de esas posiciones, algunas de sectores poderosos, aunque el más respetado criminólogo del país, Elío Gómez Grillo, terció para decir que "ese antro de terror y muerte sólo puede ser destruido".
Gómez Grillo es un convencido de que en las 32 cárceles venezolanas, donde se hacinan a 26.000 presos, "se paga más la pobreza que el delito" y por eso no hay mayor sensibilidad social ante una justicia inoperante que provoca que únicamente una cuarta parte de los reclusos tengan sentencia.
"Catia es irrecuperable y en intentar reconstruirla gastaríamos uno 530 millones de dólares y en tumbarlo 22.000 dólares", trata de zanjar Meier, ante el debate de última hora, mientras reafirma que "nadie parará la decisión de demolerlo".
Borges dijo que por un año un grupo interdisciplinario de artistas y voluntarios estuvo documentando todo lo que sucedía en el interior del penal y con el material se proyecta crear una especie de "museo del horror para que nunca se olvide".
La última paradoja de Catia es que muchos de los que vivieron allí en el último período adujeron en otro recorrido colectivo de corresponsales y periodistas locales por sus recién estrenadas penitenciarias que preferían estar en su antigua cárcel.
Dos son las razones. Gracias a los cambios introducidos por Meier, pasó a dirigir Catia un abogado que bajó drásticamente los delitos internos, el número de muertos y heridos, y logró descender casi a cero los motines.
Además se preocupó por contener la corrupción y multiplicar los traslados a los tribunales de los procesados. Lo que importa para un preso -como comentaron algunos en el patio de Rodeo II, uno de los nuevos penales- "es ver al juez, que su caso no se pare, porque con sentencia uno sabe que sale".
Rodeo II y Yare II, las instalaciones que acogieron 1.600 reclusos que al final estaban en Catia, quedan ahora más lejos de las familias y de ese juez que muchos nunca han visto, aunque tenga su causa y su suerte desde hace años en sus manos.
Mónica Fernández, otra joven abogada puesta hace meses como directora de Prisiones, insistió en que "son décadas de desidia y de una cultura que hay que cambiar radicalmente".
"Hay demasiados males enquistados, pero el ministro finalmente logró ponerle un candado un símbolo vergonzante de todo esto: Catia", señaló. (FIN/IPS/eg/dg/ip-pr/97