DAR ES SALAAM – A las 9:00 de la mañana, Mariam Msemwa apretaba con fuerza su tarjeta del centro de salud mientras hacía cola en la Clínica del VIH del Hospital del Distrito de Bagamoyo, en la región costera de Tanzania.
La joven de 19 años había estado aquí muchas veces antes, recogiendo dosis mensuales de medicamentos antirretrovirales (ARV) que la mantenían con vida. Pero hoy era diferente. Cuando llegó al mostrador, la enfermera le dijo con rotundidad: «Ya no hay medicación gratuita», dijo, «tendrá que comprarla usted misma».
Msemwa sintió las palabras como un puñetazo en el pecho. ¿Comprarlo? ¿Con qué? Su madre, una vendedora ambulante de verduras, apenas podía brindar la siguiente comida. Los antirretrovirales siempre habían sido gratuitos, proporcionados en el marco de un programa financiado por Estados Unidos. Pero ahora ese salvavidas se había esfumado.
«No sé qué hacer, sin esta medicina, voy a morir», dijo Msemwa.
Un salvavidas cortado
Durante años, la lucha de Tanzania contra el VIH se ha basado en gran medida en la financiación del Plan de Emergencia del Presidente para el Alivio del Sida (Pepfar, en inglés), financiado por Estados Unidos, que ha inyectado más de 110 000 millones de dólares en la lucha contra el VIH/sida en el mundo desde 2003.
El programa, financiado integralmente por la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), pagaba todo: medicación, pruebas, divulgación comunitaria y atención domiciliaria.
Pero en enero de 2025, con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, una orden ejecutiva congeló todo nuevo gasto en ayuda exterior y este jueves 7 de febrero se supo que el desmantelamiento llegaba a reducir su personal de 10 000 a 294 funcionarios, sin importar el impacto en pobladores beneficiados en todo el mundo, como los portadores de VIH en Tanzania.
En apenas días, desaparecieron 450 millones de dólares de la financiación anual del Pepfar para Tanzania, lo que dejó sin tratamiento antirretroviral gratuito a casi 1,2 millones de habitantes de este país de África oriental con una población de unos 68 millones.
Catherine Joachim, directora ejecutiva en funciones de la Comisión de Tanzania para el Sida (Tacaids, en inglés), había pasado semanas en reuniones frenéticas, con el teléfono constantemente sonando con llamadas de preocupados funcionarios de salud y trabajadores humanitarios.
«Este es un duro golpe que marca el comienzo de un colapso total de nuestra respuesta al VIH», dijo. «Durante casi dos décadas, el Pepfar mantuvo a la gente con vida. Ahora, , probablemente sufran», añadió.
Las consecuencias fueron inmediatas. Las clínicas que antes proporcionaban antirretrovirales gratuitos se habían quedado sin existencias. Los programas de atención domiciliaria estaban cerrando. Y en todo el país, los pacientes eran rechazados y no tenían adónde ir.
«Ayer vino una madre. Suplicaba que le dieran unas pastillas para su hijo, que lleva en tratamiento antirretroviral desde que nació. No tenía nada que darle. Nada», se lamentó Abdallah Suleiman, formador en conocimientos sobre tratamientos para personas que viven con el VIH en la histórica ciudad de Bagamoyo, a 63 kilómetros al norte de Dar es Salaam, la capital.
Fin de la atención gratuita
Es casi mediodía en la bulliciosa terminal de autobuses de Mbezi, en Dar es Salaam, y Helena Mkwasi está de pie junto a una olla de agua hirviendo, removiendo harina de maíz hasta convertirla en un espeso y duro ugali, un plato típico y básico de África oriental, en particular de Kenia y Tanzania.
El humo se arremolina a su alrededor mientras se mueve rápidamente, haciendo malabarismos con las exigencias de su pequeño puesto de comida y las preocupaciones que nunca la abandonan.
«Me levanto temprano, enciendo el fuego y corro al mercado a comprar carne, aceite de cocina, tomates… lo que pueda permitirme ese día», dice, ajustándose la colorida khanga que porta ajustada a la cintura, una colorida prenda de algodón propia también de África oriental.
El negocio va lento, como casi siempre. El dinero que gana le alcanza justo para comprar comida para sus dos hijos.
Pero últimamente, el dinero no es su mayor preocupación.
«Durante años, he recibido mis antirretrovirales gratis. Ahora dicen que eso se ha acabado. No sé cómo voy a sobrevivir», se preocupa.
A Mkwasi le diagnosticaron VIH cuando tenía 19 años. No recuerda mucho de ese día, solo cómo le latía el corazón cuando la enfermera le explicó la carga viral y el recuento de CD4.
Pensó que era una sentencia de muerte. Luego comenzó la terapia antirretroviral y la medicina funcionó. Su salud mejoró. Tuvo a sus hijos de forma segura. Estableció una rutina: cocinar ugali, atender a los clientes, tomar sus pastillas todas las noches con una taza de agua tibia.
«Sin la medicina, enfermaré de nuevo. No podré trabajar. Y entonces ¿qué pasará con mis hijos?», se pregunta mientras mantiene su cara baja y sus ojos mirando fijamente a la olla burbujeante.
A su alrededor, la terminal de autobuses bulle de vida. Los revisores gritan los destinos, los hombres se abren paso entre el tráfico vendiendo plátanos y agua embotellada, y el aire huele a carne a la parrilla y a humo de diésel. Mkwasi se seca el sudor de la frente y sigue moviéndose, pero el peso de la incertidumbre persiste.
Una crisis que empeora
Las cifras pintaban un panorama sombrío. Sin antirretrovirales, las personas seropositivas corren el riesgo de desarrollar el sida en toda regla, lo que las hace vulnerables a infecciones mortales como la tuberculosis y la neumonía.
Los expertos en salud advirtieron que Tanzania podría registrar al menos 30 000 muertes adicionales relacionadas con el VIH en los próximos dos años si no se resuelve la crisis.
Deogratius Rutatwa, director ejecutivo del Consejo Nacional de Personas que Viven con el VIH/Sida, estaba sentado en su escritorio, mirando los interminables informes que detallaban el empeoramiento de la situación. Su teléfono, aún caliente por su última llamada, no dejaba de sonar.
«Esto es un desastre», resumió frotándose las sienes. «El Pepfar no se limitaba a repartir medicamentos, sino que financiaba la educación, la prevención y el apoyo a la comunidad. Ahora, todo se ha ido», se lamentó.
La bandeja de entrada de su correo electrónico estaba inundada de mensajes desesperados de organizaciones comunitarias. «¿Qué hacemos ahora?», preguntaban todos. Pero Rutatwa no tenía respuestas.
«Ojalá la gente que toma estas decisiones pudiera ver lo que está pasando aquí», dijo.
«Hablan de presupuestos y políticas, pero sobre el terreno, se trata de una madre que camina kilómetros para que le hagan la prueba a su hijo. Se trata de un adolescente que acaba de descubrir que es seropositivo y necesita ayuda, no rechazo. Se trata de mantener a la gente con vida», dijo sobre el desmantelamiento de la Usaid de Trump.
La Usaid, creada en 1961 por el presidente John Kennedy, se convirtió en un mecanismo de ayuda externa de Estados Unidos, pero también en un instrumento de ese país para penetrar y ganar apoyo hacia Washington en sociedades y poblaciones del Sur global, en particular las de África.
Vivir o morir
Mary Tarimo había dedicado su vida a ayudar a los pacientes con VIH a seguir el tratamiento. Como supervisora de atención domiciliaria en el departamento de VIH del hospital de Bagamoyo, pasaba sus días recorriendo las polvorientas calles de Dar es Salaam, visitando a los pacientes y asegurándose de que tomaran la medicación oral.
Ahora, observaba impotente cómo personas que habían estado estables durante años comenzaban a recaer.
«Hay una mujer a la que he estado cuidando desde 2015. Nunca se saltaba una dosis. Pero ahora, ha dejado de tomar su medicación», dijo Tarimo.
La mujer, madre de tres hijos que se ganaba la vida como cocinera en puestos callejeros, había roto a llorar unos días antes, cuando la visitó.
«Me dijo: ‘Mamá Tarimo, tengo que elegir entre alimentar a mis hijos y comprar mi medicina'», recordó Tarimo. «¿Cómo respondes a eso? ¿Qué tipo de elección es esa?», dijo con pesadumbre.
En toda la ciudad de Bagamoyo se estaba desarrollando la misma tragedia. La gente acudía a los hospitales con fiebre, sudores nocturnos, los primeros signos de infecciones oportunistas. Algunos, avergonzados de no poder seguir pagando su tratamiento, simplemente dejaron ir a los centros asistenciales.
«Conocí a un hombre el fin de semana pasado; le diagnosticaron en 2010. Nunca faltó a una sola cita», dijo Tarimo, «ahora, está asustado. Me dijo: ‘Siento que he vuelto al punto de partida'».
Hizo una pausa y sacudió la cabeza para subrayar: «¿Lo peor? Pasamos décadas construyendo este programa, asegurándonos de que la gente supiera que el VIH no es una sentencia de muerte si se sigue el tratamiento. Y ahora, así como así, estamos viendo cómo todo se desmorona».
En busca de soluciones
A pesar del panorama sombrío, Joachim, la directora ejecutiva de la Comisión de Tanzania para el Sida, se niega a rendirse.
«No nos vamos a quedar de brazos cruzados. Estamos hablando con otros socios internacionales, donantes privados y nuestro propio gobierno para encontrar financiación alternativa», dijo.
El Ministerio de Salud se ha comprometido a reasignar parte de su presupuesto para mantener el flujo de antirretrovirales, y hay esperanzas de que otros países donantes pudieran intervenir.
«Estamos estudiando todas las soluciones posibles. Las personas tienen derecho a recibir tratamiento. Haremos todo lo posible para asegurarnos de que lo reciban», afirmó Joachim.
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Pero los expertos advirtieron que el presupuesto de salud de Tanzania simplemente no podía cubrir los 260 dólares por paciente y año necesarios para el programa de antirretrovirales. Para muchos, el costo, que oscilaba entre 15 y 20 dólares al mes, era casi imposible de pagar.
«La realidad es que, sin ayuda externa, no podemos salvar esta brecha. Y eso significa que se perderán vidas», reconoció Rutatwa, el director ejecutivo del Consejo Nacional de Personas que Viven con el VIH/Sida.
Una carrera contra el tiempo
De vuelta en el hospital de Bagamoyo, Tatu se sentó en un banco y miró al suelo. No tenía ni idea de qué hacer a continuación. «No quiero morir. olo quiero mi medicina», susurró.
Cuando se levantó para irse, miró a su alrededor a los demás en la sala de espera: jóvenes, ancianos, madres con bebés, hombres con ojos hundidos. Todos esperaban algo que ya no estaba allí.
Por ahora, Tanzania se esfuerza por encontrar una solución. Pero para los millones que dependían del Pepfar, el tiempo se acaba.
T:MF / ED: EG