TEMPE, Estados Unidos – Un gran jurado de Manhattan ha votado a favor de imputar al expresidente Donald Trump. Los cargos específicos “siguen siendo un misterio” pero estarán relacionados con la investigación del fiscal del distrito de Manhattan sobre Trump por haber hecho pagos en secreto a una estrella del porno justo antes de las elecciones presidenciales de 2016.
Es la primera vez que un presidente o expresidente de Estados Unidos es imputado.
Se espera que Trump continúe su campaña por la presidencia, tratando de recuperar en 2024 el cargo que perdió en 2020 frente a Joe Biden.
¿Cuáles son las consecuencias de una acusación y de un posible juicio para su campaña y, si su esfuerzo tiene éxito, para su futura presidencia?
El artículo II de la Constitución de Estados Unidos establece requisitos muy explícitos para optar a la presidencia: El candidato debe tener 35 años de edad, haber residido en Estados Unidos durante al menos 14 años y ser ciudadano natural.
En casos similares relacionados con los requisitos para ser miembro del Congreso, el Tribunal Supremo ha sostenido que dichos requisitos son un “techo constitucional”, lo que impide imponer exigencias adicionales.
Por tanto, dado que la Constitución no exige que el presidente esté libre de acusación, condena o prisión, se deduce que una persona imputada o en prisión puede presentarse al cargo e incluso puede ejercer como presidente.
Esta es la norma jurídica imperante que se aplicaría al expresidente Trump. El hecho de su inculpación y posible juicio es irrelevante para sus cualificaciones para el cargo según la Constitución.
Sin embargo, no parece haber duda de que la acusación, la condena o ambas –por no hablar de una pena de prisión– comprometerían significativamente la capacidad de un presidente para ejercer su cargo. Y la Constitución no ofrece una respuesta fácil al problema que plantea un jefe del Ejecutivo tan comprometido.
¿Gobernar desde la cárcel?
Un candidato presidencial podría ser acusado, procesado y condenado por las autoridades estatales o federales. La acusación por un delito estatal puede parecer menos significativa que los cargos federales presentados por el Departamento de Justicia.
Sin embargo, en última instancia, el espectáculo de un juicio penal en un tribunal estatal o federal tendría un efecto dramático en una campaña presidencial y en la credibilidad de un presidente, en caso de ser elegido.
Todos los acusados se presumen inocentes hasta que se demuestre su culpabilidad. Pero en caso de condena, el encarcelamiento en una prisión estatal o federal implica restricciones a la libertad que comprometerían significativamente la capacidad de liderazgo del presidente.
Este punto –que ejercer el cargo de presidente sería difícil mientras se está bajo imputación o después de ser condenado– quedó claro en un memorando de 2000 escrito por el Departamento de Justicia. El informe reflexionaba sobre otro de 1973 elaborado durante el Watergate titulado Amenability of the President, Vice President and other Civil Officers to Federal Criminal Prosecution while in Office (La posibilidad de que el presidente, el vicepresidente y otros funcionarios civiles sean procesados penalmente mientras ocupan el cargo).
Este memorando de 1973 se redactó cuando el presidente Richard Nixon estaba siendo investigado por su papel en el Watergate y el vicepresidente Spiro Agnew estaba siendo investigado por un gran jurado por evasión de impuestos.
Estos dos memorandos abordaban la cuestión de si un presidente en ejercicio podía, según la Constitución, ser acusado mientras estaba en el cargo. Llegaron a la conclusión de que no.
Pero ¿qué ocurre con un presidente acusado, condenado, o ambas cosas, antes de asumir el cargo, como podría ser el caso de Trump?
Al evaluar si un presidente en ejercicio podía ser acusado o encarcelado durante su mandato, tanto el memorando de 1973 como el de 2000 esbozaron las consecuencias de una imputación para el desempeño del presidente en ejercicio. En el primer memorando se utilizaron palabras contundentes: “El espectáculo de un Presidente imputado tratando de seguir ejerciendo como Jefe del Ejecutivo asombra a la imaginación”.
Aún más concretamente, los memorandos observan que un proceso penal contra un presidente en ejercicio podría dar lugar a “una interferencia física en el desempeño de las funciones oficiales del Presidente que equivaldría a una incapacitación”.
El memorando se refiere aquí a los inconvenientes de un proceso penal que restaría mucho tiempo al presidente para cumplir con sus importantes obligaciones.
Pero también es lenguaje jurídico describir un impedimento más directo a la capacidad del presidente para gobernar: podría estar en la cárcel.
Funciones básicas afectadas
Según el memorando de 1973, “el Presidente desempeña un papel sin parangón en la ejecución de las leyes, la conducción de las relaciones exteriores y la defensa de la Nación.”
Dado que estas funciones básicas requieren reuniones, comunicaciones o consultas con el ejército, líderes extranjeros y funcionarios del gobierno en los EE.UU. y en el extranjero que no pueden llevarse a cabo mientras se está encarcelado, el estudioso del derecho constitucional Alexander Bickel comentó en 1973 que “obviamente la presidencia no puede ejercerse desde la cárcel”.
Los presidentes modernos son peripatéticos: viajan por el país y por el mundo de forma constante para reunirse con otros líderes y organizaciones mundiales. Obviamente, no podrían hacer estas cosas estando en prisión. Tampoco podrían inspeccionar las secuelas de catástrofes naturales en el país, ni celebrar éxitos y acontecimientos nacionales o dirigirse a ciudadanos y a grupos sobre temas de actualidad, al menos en persona.
Además, los presidentes necesitan tener acceso a información clasificada y a sesiones informativas. El encarcelamiento también comprometería obviamente la capacidad del presidente para acceder a esa información, que a menudo debe almacenarse y consultarse en una sala segura protegida contra todo tipo de espionajes, incluido el bloqueo de las ondas de radio, algo que probablemente no sea posible en una cárcel.
Como consecuencia de los diversos deberes y obligaciones del presidente, los memorandos concluían que “la reclusión física del jefe del Ejecutivo tras una condena válida impediría indiscutiblemente al poder ejecutivo desempeñar las funciones que le asigna la Constitución.”
En resumen: El presidente no podría hacer su trabajo.
Huir de la cárcel
Pero, ¿qué hacer si los ciudadanos eligen a un presidente procesado o encarcelado?
Esto no está descartado. Al menos un candidato presidencial encarcelado, Eugene Debs, obtuvo casi un millón de votos de un total de 26,2 millones emitidos en las elecciones de 1920.
Una posible respuesta es la 25ª Enmienda, que permite al Gabinete del presidente declarar al presidente “incapaz de desempeñar los poderes y obligaciones de su cargo”.
Los dos memorandos del Departamento de Justicia señalan, sin embargo, que los redactores de la 25ª Enmienda nunca consideraron ni mencionaron el encarcelamiento como base para la incapacitación para desempeñar los poderes y obligaciones del cargo. Añaden que sustituir al presidente en virtud de la 25ª Enmienda “daría un peso insuficiente a la elección ponderada del pueblo en cuanto a quién desea que ejerza como su jefe ejecutivo”.
Todo esto me trae a la memoria la afirmación del juez Oliver Wendell Holmes sobre el rol del Tribunal Supremo : “Si mis conciudadanos quieren ir al infierno, les ayudaré. Es mi trabajo”.
Esta declaración de Holmes se produjo en una carta en la que reflexionaba sobre la Ley Sherman Antimonopolio, que le parecía una ley absurda. Pero Holmes estaba dispuesto a aceptar la voluntad popular expresada libre y democráticamente.
Quizá esta misma reflexión sea pertinente en este caso: Si el pueblo elige a un presidente maniatado por sanciones penales, también es una forma de libre ejercicio de la democracia.
Una decisión para la que la Constitución no tiene prevista una solución.
Este artículo se publicó originalmente en The Conversation.
RV: EG