MÉXICO – Podría parecer irónico que la 27 Conferencia de las Partes (COP27) de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático y el Mundial de Fútbol de Qatar —un país cuya monarquía se ha hecho rica vendiendo combustibles fósiles— se celebraran casi al mismo tiempo, pero en realidad no lo es: ambos eventos tienen mucho en común. Los dos son eventos de élite.
Ambos sirven para lavar la cara de las grandes empresas. En ambos suelen salir perdiendo los países más pobres porque no pueden seguir el paso de la corrupción de altos vuelos ni de los niveles absurdos de inversión necesarios para sobrevivir.
La COP27 estuvo lejos de generar esperanzas en el mundo. Empezó con una polémica que parecía obvia, pero que ni a la Organización de las Naciones Unidas ni a la empresa en cuestión les pareció mal: Coca-Cola, la empresa que ha sido calificada como la principal contaminante con plásticos del planeta, era uno de los principales patrocinadores.
Lo que ocurrió en la cumbre en sí, durante las negociaciones, tampoco fue para celebrarse. Los países ni siquiera intentaron aumentar la ambición de lo prometido en el Acuerdo de París, que tampoco han cumplido, y que de todas formas llevaría a un calentamiento muy superior al máximo de 1,5 grados antes de que el planeta se haga difícilmente habitable para los humanos.
Más bien, las discusiones se centraron ya no en evitar el calentamiento global, sino en cómo hacer que los más ricos paguen los daños del desastre que han provocado.
La COP27, como las demás cumbres en la materia, fue reflejo de una situación que ha resultado muy difícil de romper: los grandes responsables históricos del calentamiento global son unos pocos países desarrollados que siguen controlando la economía del planeta.
Ello mientras que los grandes responsables de que las cosas no mejoren hoy en día son unas pocas empresas y fondos de inversión de nacionalidades muy diversas —en muchas ocasiones con origen en el Sur global— que controlan los organismos de los que el mundo se ha dotado para gobernarse y que impiden tomar soluciones de largo plazo a los problemas que todos padecemos.
El Mundial de Fútbol es también reflejo de esa configuración planetaria. La elección de Qatar como sede para la justa fue producto de operaciones corruptas y tras bambalinas, realizadas en gran medida en palacios parisinos y con la élite futbolística europea.
Esos niveles de corrupción, como la terrible inflación de los pagos a jugadores y de las dinámicas futbolísticas, han sido también consecuencia de la entrada en la cancha de fondos de inversión y capitales con orígenes muy diversos, que hacen muy difícil que el futbol sea alguna vez ese deporte que parecía más o menos incluyente y en el que muchos equipos podían llegar a la cima.
Ambos eventos globales han sido también un ejemplo de cinismo y de revelación de verdades. Ya nadie disimula. Ha quedado claro que muchos de los grandes países emisores no tienen intenciones de reducir la cantidad de gases de efecto invernadero que lanzan a la atmósfera, simplemente porque no quieren enfrentarse con los grandes capitales nacionales y globales a los que permiten controlar la economía.
También ha quedado claro que en la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA) no les importa ni el respeto a la diversidad sexual —amenazaron con durísimas sanciones a los jugadores que porten brazaletes en defensa de la libertad sexual, pues Qatar prohíbe, entre otras muchísimas cosas, la homosexualidad—, ni a los derechos laborales más elementales —nunca se sabrá la cifra exacta, pero se calcula que murieron entre cinco mil y diez mil personas en condiciones de semiesclavitud construyendo los estadios que se usarán estas semanas—.
Para quienes los vemos desde fuera y desde abajo, entretanto, las cosas deberían habernos quedado muy claras. A los ricos del mundo no se les pueden pedir las cosas y esperar que las den: hay que arrebatárselas.
Este artículo se publicó originalmente en Pie de Página, de la mexicana red de Periodistas de A Pie.
EV: EG