Ranganai Zimbeva, de la aldea de Mutoko, unos 200 kilómetros al noreste de Harare, se tapa los oídos y sacude la cabeza cuando los mineros que trabajan cerca hacen estallar un explosivo para extraer granito negro de una peña.
Profundos y anchos barrancos reemplazaron a las pasturas que rodeaban la aldea de Zimbeva, en la provincia de Mashonalandia Oriental, donde antes podía apacentar libremente el ganado. Ahora es difícil incluso ver el cielo, ya que las explosiones lanzan espesas nubes de polvo que lo cubren todo.
“A algunas personas con problemas respiratorios les dijeron en la clínica que son por inhalar polvo y humo. Estas compañías mineras deben crear un fondo de salud para garantizar que los aldeanos reciban tratamiento adecuado”, dice Zimbeva a IPS.
“A veces el ganado muere después de beber agua de los barrancos. Podría estar contaminada con químicos y a nadie parece importarle. Todo lo que quieren es dinero”, añade esta mujer de 70 años.[pullquote]3[/pullquote]
Pero las muertes de animales no han sido tan frecuentes, y Zimbeva y los demás habitantes de Mutoko no tienen pruebas de que las cause la actividad minera.
Muchos aldeanos no tienen dinero para asistencia veterinaria. La gente aquí es pobre y pasa hambre debido a las sequías recurrentes.
“Tenemos menos ganado ahora porque (la extracción de) este granito negro acabó con las pasturas. Y, lo que es peor, (las empresas mineras) han ignorado nuestros pedidos de empleo para nuestros hijos e hijas; prefieren a personas de otras zonas”, se queja Zimbeva.
Unas 10 compañías nacionales y extranjeras extraen granito de este distrito rural. Actúan con cierto hermetismo y son difíciles de contactar. IPS pudo ubicar al representante de una de ellas, pero se negó a hacer comentarios.
Zimbabwe posee algunos de los recursos minerales más ricos de África, que incluyen platino, diamantes, asbesto, grafito y oro. Pero activistas y economistas acusan a las empresas mineras nacionales de empeorar la vida de las comunidades.
El economista independiente John Robertson señala que, a diferencia de las empresas emergentes locales, que cuentan con gran apoyo del gobierno, las trasnacionales sí parecen considerar las necesidades de la población local.
“Algunas de estas multinacionales tienen equipos de administración que asumen tareas equivalentes a las de las municipalidades, con programas de salud, educación y vivienda. En eso difieren de las nuevas compañías extractivas nacionales, en las que predomina la codicia”, explica Robertson a IPS.
A las familias desalojadas que vivían en la zona diamantífera de Marange, en la oriental provincia de Manicalandia, las mineras les ofrecieron una compensación insuficiente.
Se estima que esa zona, de unas 71.000 hectáreas, alberga un cuarto de las reservas de diamantes del mundo.
Casi 700 familias, que habitaron allí por décadas, fueron trasladadas a la hacienda abandonada de Arda Transau, en las cercanías de Mutare, principal ciudad de Manicalandia.
Los desplazados recibieron casas en Arda Transau y una indemnización, pero su situación es peor, se quejan. En total, se necesita desalojar a 4.300 familias.
“La actividad minera en Marange se quedó con gran parte de las tierras que laboraban los habitantes para subsistir, así como con infraestructura comunitaria, como las represas con las que administraban el agua de riego”, explica a IPS la directora del Fondo de Desarrollo Comunitario de Chiadzwa, Melanie Chiponda.
Esta organización defiende los derechos de las comunidades afectadas por la minería.[related_articles]
“Debieron cerrar pequeños negocios, como puestos de venta y comercios”, añade.
“Las minas crearon un síndrome de dependencia en las familias. (Las empresas) no realizan actividades de responsabilidad social y la gente es secundaria. Todo se trata de ganancias y nunca de la población, que no está capacitada para negociar”, dice Chiponda.
La activista sostiene que ahora los aldeanos están peor que antes, pues desde que fueron reubicados dependen de la ayuda alimentaria de agencias humanitarias y de donaciones de firmas mineras. Muchos niños y niñas abandonaron la escuela para ayudar a sus familias vendiendo leña.
Freeman Bhoso, director ejecutivo del Foro de Diálogo sobre los Recursos Naturales de Zimbabwe, organización sin fines de lucro que promueve la extracción sostenible, critica que las licencias mineras se entreguen a puertas cerradas, sin conocimiento de las comunidades.
“No es correcta la forma en que se otorgan las concesiones, porque excluye a las comunidades. No hay transparencia y parece que se distribuyen según intereses políticos. En la mayoría de los casos, los estudios de impacto ambiental se hacen mucho después de que comienza la actividad minera”, denuncia Bhoso.
Un comité parlamentario criticó en un informe publicado en junio al Ministerio de Minas y Desarrollo Minero por otorgar licencias sin hacer públicos los detalles.
El informe señala que la paraestatal Corporación de Desarrollo Minero de Zimbabwe (ZMDC) tiene acciones en tres compañías que operan en Marange.
La ZMDC también posee 100 por ciento de las acciones de otra firma minera con proyectos en esa zona.
Gift Chimanikire, ex viceministro de Minas y Desarrollo, del opositor Movimiento para el Cambio Democrático, se niega a hacer comentarios a IPS sobre las licencias y se limita a indicar que el presidente Robert Mugabe lo destituyó en julio.
Mientras, funcionarios del Ministerio derivan todas las preguntas al actual jefe de la cartera, Walter Chidhakwa, pero este no responde las llamadas.
El informe del comité parlamentario también señala que el gobierno no “concretó ninguna contribución significativa (a la economía del país) con el sector minero”, a pesar de que “los niveles de producción y los ingresos generados por las exportaciones vienen creciendo”.
En 2011 y 2012, las compañías mineras que operan en Zimbabwe exportaron diamantes por 797 millones de dólares. De ese monto, solo 82 millones fueron a las arcas del Estado.
Bhoso asegura que las empresas no han entregado a las comunidades el dinero de los fideicomisos de propiedad comunitaria, que había anunciado el gobierno.
Según la Ley de Indigenización y Empoderamiento Económico, las empresas mineras extranjeras deben transferir 51 por ciento de sus acciones a individuos o entidades locales.
Esos recursos debían depositarse en los fideicomisos comunitarios y distribuirse entre las comunidades afectadas.
“El principal problema es que el gobierno está muy involucrado en esos proyectos de riesgo compartido, y las operaciones adquieren una dimensión política”, explica Bhoso.