Por lo menos tres generaciones en España no recuerdan, en sus vidas o en la memoria familiar, una crisis tan densa, hiriente y a todas luces incomprensible.
Francisco Silvela, pensador del crepúsculo del siglo XIX y presidente del gobierno español, dijo en agosto de 1898, tras el desastre colonial, que España se había quedado sin pulso. En cierta manera, esta sensación es palpable hoy, sobre todo en el gobierno, a pesar de los recortes. Esta percepción está solamente corregida por las protestas populares. El resto está anonadado por la catástrofe financiera.
Aunque existen semejanzas con otros países europeos, en España el origen de la enfermedad actual se puede rastrear en la evolución de la sociedad en las décadas posteriores a la Guerra Civil, con una base detectable en todo el siglo XX.
Desde el ingreso en 1986 en la entonces llamada Comunidad Europea, nunca en toda la historia de España y sus antecedentes, desde el Imperio Romano, tantos habían vivido tan bien durante tanto tiempo.
Simultáneamente, se recordaba, en forma directa o por referencias, que los padres y abuelos habían sufrido penurias y que millares de coterráneos de los abuelos habían tenido que emigrar a otras tierras, de donde solamente una minoría había regresado adinerada.
En España, hasta muy poco tiempo atrás, la inmensa mayoría vivía en forma precaria, comía deficientemente, se cobijaba en hacinamientos, se vestía con harapos, era analfabeta, y se movía en carros tirados por mulas, luego en ferrocarriles humeantes.
Todo comenzó a cambiar al principio de los años 60, gracias a la confluencia de tres factores, de origen contrastante: el plan de estabilización por el que el Estado se despojó de la autarquía económica, la llegada de inversiones y del turismo, y la emigración del exceso de fuerza laboral, con la consiguiente recepción de remesas.
Este escenario se trocó, aunque no repente, ya que al inicio se detectaba un cambio notable con el crecimiento de la clase media y las mejoras de las condiciones de la clase trabajadora, sobre todo la urbana.
Primero fueron los pequeños automóviles, luego el uso universal de frigoríficos y aparatos domésticos de limpieza y cocina. Más tarde, de vivir con padres y abuelos, las nuevas generaciones de españoles se dedicaron con pasión a conseguir una vivienda propia, superando en pocas décadas en ese estatus a alemanes y noreuropeos, que nunca abandonaron la tónica del alquiler. Ya no bastaba con una morada urbana, sino que la escalada del estatus incluía disfrutar de una segunda residencia.
Es comprensible que esa espectacular mejora de nivel de vida fuera considerada como un justificado premio por el esfuerzo tanto de los accedían a los escalones laborales como de sus padres. En gran parte, se había conseguido por el empleo múltiple, la jornada extendida, y luego por la incorporación de la mujer al mundo laboral en proporciones inconcebibles en el pasado.
En resumen: a los españoles nadie les había regalado nada. Si habían accedido a empleos públicos se los habían ganado en un pulcro sistema de concursos que, al menos entonces, estaba moderadamente impregnado de corrupción, de tinte político.
El Estado de Bienestar, que se había posicionado en España cuando maduraba el siglo XX, de sus remotos orígenes europeos (no de inspiración comunista, sino del canciller alemán Otto Bismarck) fue reforzado por el franquismo como un mecanismo más de asegurarse la dócil adhesión de la sufrida población, que en unos primeros años se había plegado al control del régimen por el miedo de la guerra y la represión.
De tener un sector primario de proporciones descomunales, basado en la agricultura y la ganadería, España se convirtió en un modesto poder industrial y luego predominantemente basado en los servicios.
La democracia, renacida en 1976 tras la desaparición de Francisco Franco, reforzó ese modo de vida.
La instalación en la Unión Europea fue exitosa, tanto en la dimensión política como en la económica, superando la media del producto interno bruto comunitario.
España no era diferente, como había dicho el lema franquista. Era la novena potencia económica del planeta, el tercer destino turístico, el mayor donante de ayuda el desarrollo en América Latina, donde sus inversiones habían superado a sus socios europeos e incluso a Estados Unidos. Seguían surgiendo artistas de fama mundial y sus deportistas conquistaban trofeos y medallas de alcance planetario. El español era la primera segunda lengua del mundo.
En ese contexto, al tener al alcance el crédito fácil proporcionado por el mercado único y la implantación del euro, la fiebre consumista fue irresistible. La economía, basada predominantemente en la construcción (el ladrillo), estalló como una burbuja de jabón multicolor.
La caída fue fulminante. El rescate (eufemismo de la intervención) será una medicina amarga, difícil de digerir. Como después de 1898, se deberá recuperar el pulso, aunque sea por la contundencia de la protesta. (FIN/COPYRIGHT IPS)
* Joaquín Roy es catedrático «Jean Monnet» y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).