Mientras Europa se deshace en medio de una crisis que arrasa con los pequeños negocios, afecta a los grandes y empobrece a sus ciudadanos, Cuba, un país que a lo largo de veinte años se ha especializado en vivir en crisis, parece que empieza a recomponerse y, al hacerlo, hasta recupera parte del difuminado glamour que alguna vez la caracterizara.
No quiere decir esto que en la isla del Caribe las cosas hayan evolucionado demasiado en los últimos tiempos respecto a la que ha sido su realidad del medio siglo de socialismo vivido. Porque ni las actualizaciones del modelo económico, como han sido bautizadas, ni los cambios en las mentes reclamados por el presidente Raúl Castro, han sido tan profundos o contundentes como para que pueda hablarse de una situación política o económica esencialmente diferente.
En el terreno político, la falta de una verdadera vocación evolutiva se observa en demasiadas manifestaciones, que van desde las declaraciones públicas de que para siempre en la Historia nada cambiará en el sistema político establecido, hasta la pervivencia de las tradicionales actitudes de secretismo respecto a la información, criticadas por el propio presidente cubano.
Por ejemplo, muy poco se habla (o escribe) sobre el brote de cólera ocurrido recientemente en la zona oriental del país y, para los que tenemos memoria, se hace evidente que los cubanos estuvimos mucho más informados de la epidemia de cólera en Haití, luego del terremoto de 2009, que de lo que está sucediendo en el país con el brote de la enfermedad.
Tampoco se habla (o escribe) sobre el destino del famoso cable de fibra óptica tendido desde Venezuela, que permitiría una conectividad de alta velocidad a los usuarios cubanos, una posibilidad tecnológica que ha terminado convertida en un misterio del cual nadie informa desde posiciones oficiales.
Mucho menos se dice (o escribe) por parte de las autoridades, hasta hoy mismo, sobre la prometida reforma de las leyes migratorias que algo aliviarían las absurdas regulaciones actuales, plagadas de prohibiciones y permisos necesarios para salir o entrar en el territorio nacional a los viajeros cubanos radicados dentro y fuera de la isla.
Sin embargo, resulta evidente que en el terreno económico, al nivel más elemental, se han ido produciendo contracciones y alteraciones que, incluso, empiezan a ser visibles en sus manifestaciones sociales.
Un caso revelador es la existencia de una lista comentada de los trece restaurantes privados más recomendables de La Habana, que, al parecer, ha sido elaborada por una periodista británica especializada en tales calificaciones y relacionada con la conocida GuidePal.
En dichos restaurantes privados, algunos abiertos en la década de 1990, y otros al calor de las recientes medidas que flexibilizaron la existencia de la pequeña empresa privada, resulta posible degustar comida internacional, según dicen, de un nivel encomiable y en diversas modalidades y especialidades (curry y suchi incluidos), en ambientes exóticos, modernistas, típicos cubanos y hasta muy familiares, a precios que resultan más que atractivos para un bolsillo norteamericano, británico o hasta europeo continental a pesar de la crisis.
Con platos cuyos precios rondan los diez CUC, los pesos convertibles cubanos (ocho euros), un comensal puede tener en estos sitios una agradable velada habanera, con cervezas o hasta algún vino incluido, cuidada por los mejores chef de la ciudad y atendido por jóvenes camareras, todo por el módico monto de unos veinte euros. O sea, algo así como un salario promedio cubano de todo un mes
Pero, como para demostrar que las cosas no han cambiado demasiado, existe muy cerca de algunos de estos exitosos y refinados restaurantes privados, uno todavía regentado por la empresa gubernamental, en el cual, para hacerse competitivo, los precios resultan mucho más asequibles. Digamos, unos 70 pesos cubanos (o sea, 3 CUC, es decir, la séptima parte de un salario promedio mensual) por un plato nada sofisticado de comida china, aunque para alivio del bolsillo del consumidor en ese restaurante estatal no se hacen gastos excesivos. Allí, en el mejor estilo socialista, no hay postres para terminar la comida ni café pues la máquina está rota.
La distancia existente entre los glamurosos restaurantes privados citados por la periodista británica y los todavía regidos por el Estado, aquejados de su tradicional ineficiencia, marca el espacio entre dos realidades que se enfrentan en el nivel más pedestre de la economía cubana y que, alguna vez, se reproducirá a otras escalas.
Pero, al mismo tiempo, el abismo abierto entre cualquiera de las dos ofertas gastronómicas y los salarios reales y oficiales cubanos resulta vertiginosa y altamente representativa de las capacidades económicas de una mayoría de la población cubana, cuyos salarios apenas alcanzan para la subsistencia, como también lo ha reconocido el gobierno.
Por ello, mientras el glamour regresa a ciertos sitios de La Habana donde, a pesar de las crisis, un pequeño sector de la sociedad, emprendedor y afortunado, hace su vendimia y espera los cambios de las leyes migratorias para vacacionar en Cancún, en un apartado rincón del país un campesino de más de ochenta años, sin pensión de jubilación, debe trabajar todo el día cargando agua hacia un poblado donde no llega el líquido.
Ese campesino octogenario, además, debe dormir por las noches junto al caballo que lo ayuda en la faena, pues si le roban el animal pierde su única y crítica forma de subsistencia. Para ese campesino, entrevistado para un documental proyectado por la televisión cubana, parece que la existencia de una lista de restaurantes habaneros, quizás recomendados por una periodista británica, es algo tan remoto e inaccesible como la idea de viajar a la Luna, si no hubiera algunas restricciones para hacerlo. (FIN/COPYRIGHT IPS)
* Leonardo Padura, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas y su más reciente obra, El hombre que amaba a los perros, tiene como personajes centrales a León Trotski y su asesino, Ramón Mercader.