Hace un año, se contemplaba con más que generalizada satisfacción y considerable alivio, la caída del régimen de Hosmi Mubarak (esperpénticamente juzgado en camilla enjaulada) en Egipto. Se advertía ya entonces de las dificultades del Norte de Africa y el Oriente Medio para sublimar su primavera árabe.
El final cruento de Gadafi, atrapado y linchado en televisión casi en directo, y su entierro de incógnito, fue una advertencia de lo que vendría después para incomodidad de las potencias europeas y Estados Unidos, donde sus centros de inteligencia ya habían señalado la precariedad del proceso de cambio. En el escenario israelí, que se había mantenido con cierta estabilidad gracias a la cooperación de El Cairo, que recibía tanta ayuda militar como Tel Aviv, las alarmas se dispararon cuando el gobierno palestino decidió acudir al foro de Naciones Unidas, demandando su ingreso.
El siguiente golpe sonoro lo dio, como se temía, Irán, al confirmar su rechazo a las demandas de inspección y abandono de sus proyectos de energía nuclear, de la que se sospecha tendría uso bélico. A no ser que Londres, París y Washington se mostraran exitosos con Teherán, Israel estaría dispuesto a bombardear directamente los centros de capacidad nuclear. Estados Unidos e Irán seguían intrahistóricamente enfrentados por un doble motivo. El régimen de los ayatolas nunca le ha podido perdonar a Washington el largo apoyo que prestó al Sha. En Washington todavía escuece la humillación de la toma de la embajada norteamericana, que contribuyó significativamente a limitar la presidencia de Carter a un solo mandato. Ambas partes se han reservado la oportunidad de abofetear a la otra.
El Preidente iraní Ahmadinejad ha aprovechado recientemente la oportunista alianza con Chávez, para incordiar a Estados Unidos en su patio trasero, con escalas en Caracas, Quito y La Habana. Sin embargo, en cierta manera, esta maniobra no ha incomodado a Washington, ya que no está claro si el líder iraní tiene una política bien diseñada o si actúa mirando de reojo a sus jefes, ante los cuales debe presumir de un protagonismo mundial. Igual puede decirse de la bravata de taponar el estrecho de Ormuz, perspectiva a la que Estados Unidos respondería excepcionalmente con la fuerza. Sería el único caso en que Obama acudiría a ese extremo, en un año en el que le conviene la estabilidad ante las elecciones.
El cierre del estrecho representaría a Teherán la ruina económica al perder los beneficios de la exportación del petróleo. Además, la amenaza ha provocado ya la advertencia de Arabia Saudita para armarse de forma similar. El terror que esta hipótesis ha provocado en Washington es impresionante.
En este escenario complejo, otro protagonista incómodo y un factor social se han apoderado de la atención mundial. Siria, que tenía desde la estallido de la primavera todas las características de ser la siguiente ficha del dominó del cambio, se convirtió en objeto insoslayable de preocupación cuando las protestas internas derivaron en la represión sistemática del régimen de El Assad y la degeneración de una guerra civil asimétrica que se asemejaba a la experiencia libia. El factor adicional ha sido el predecible surgimiento del islamismo como fuerza política de la transición en algunos países que ya han experimentado un cambio (Túnez, Egipto) y en otros en los se predice que será un agente insustituible del panorama político. Lo que está por ver es si ese islamismo congeniará con las expectativas democratizadoras que las capitales de Europa y Washington anhelan.
Sin que los referidos dramáticos acontecimientos deban impactar directamente a un país al final del arco, lo cierto es que Turquía es un punto de referencia y necesario actor por activa y por pasiva. Ankara necesita, debido a su más que dudoso ingreso en la Unión Europea, explorar terrenos sustitutivos para adquirir un papel regional. Erdogan se ha esforzado en presentar en la zona el modelo turco, con la posible adaptación de la ideología de su partido de inclinación islamista, al modelo de la democracia cristiana europea, como una solución para los regímenes que están buscando su propio compromiso político-religioso. Aunque azuzado por problemas internos, entre ellos el sempiterno reto kurdo y el todavía no resuelto enfrentamiento con los militares que se resisten a modificar el guión de Ataturk, el fundador de la Turquía moderna, Erdogan se enfrenta al dilema de mirar al otro lado de la verja el desarrollo de la crisis siria u ofrecer su intervención. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).