La terminación oficial de la guerra de Iraq es una admisión de derrota. Recordará con dureza que todos pierden en las guerras, incluso los vencedores. En las guerras de Estados Unidos, una constante histórica desde la fundación de la Unión es que en pocas ocasiones se ha reclamado victoria limpia.
Las dos únicas excepciones han sido, por motivos diferentes, la justificada (si se acepta el motivo de oponerse a la esclavitud)Guerra Civil, y luego el caso más emblemático de la doble hazaña de provocar la aniquilación del Eje en Europa y Asia en la Segunda Guerra Mundial.
Aunque la guerra de Corea pudiera haber ocupado un lugar privilegiado, al terminar ese conflicto en tablas y la consecuente partición de la península, el mérito de haber liderado la coalición de la Naciones Unidas quedó un tanto difuminado. Lo mismo se puede decir de la Primera Guerra Mundial, ya que la especie de tregua que se extendió tras el armisticio privó a los norteamericanos una plena glorificación. Más anteriormente,la invasión y captura de gran parte del territorio mexicano, en aras del Destino Manifiesto, y luego la llamada candorosamente «Spanish American War» en Cuba han quedado como restos de vergüenza y resquemor.
Estas contiendas agresivas generaron el nacimiento y consolidación del antiimperialismo latinoamericano. La aventura de México presentó una invitación para que siglo y medio después se produjera una «reconquista» mediante la inmigración, legalizada y criminalizada. La de Cuba se convirtió en la plataforma de salida para la revolución castrista. Las sucesivas invasiones de un arco enorme de países en el Caribe y Centroamérica, unidas al apoyo a dictadorzuelos de opereta, no han servido para más que la periódica aparición de caudillos populistas que hacen del antiimperialismo vacío la seña de identidad.
De entre todos los conflictos,Vietnam es la derrota por excelencia, a un coste de más de 50.000 muertos norteamericanos, cifra que se multiplica con dimensiones de vértigo en las bajas civiles. Ahora se puede aducir que la retirada de Iraq se hace a costa de más de 4.000 muertos.
Pero la hipocresía rampante acepta simultáneamente que los cadáveres de soldados sean trasladados prácticamente de incógnito a sus sepulturas en ataúdes. Es el precio y la conveniencia que los ciudadanos de Estados Unidos están dispuestos a pagar por el mantenimiento de unas fuerzas armadas profesionales y enteramente voluntarias, a las que se agradecen los servicios prestados. Así se entiende porqué nadie protesta por el déficit de proporciones siderales que amenaza con hipotecar el futuro de por lo menos dos generaciones preparadas para pagarlo.
Detrás queda el desastre de los atentados diarios en el territorio iraquí abandonado al control de las diversas facciones. «I told you so (ya te lo dije)», dicen los anglohablantes con suficiencia e hipocresía. En realidad, numerosos se abstuvieron vergonzosamente tanto ante el rumbo que la reacción al 11 de setiembre tomó desde la Casa Blanca, como en la reelección de George W. Bush. El país entonces quedó paralizado por el miedo a parecer antipatriótico por analizar críticamente la irresponsable «misión civilizadora» que había puesto en marcha la maquinaria militar de Estados Unidos.
Entonces los estadounidenses se dejaron engañar por la reclamación de existencia ficticia de las armas de destrucción masiva. Pero Bush siguió encandilado las consignas de su asesora Condoleezza Rice que le vendió la noción de aprovechar una oportunidad única en la historia, en una segunda versión del triunfo del final de la Guerra Fría, de establecer un control sólido en esa zona tan estratégicamente importante. En puridad, la estrategia se reduce a la posesión y mercantilización de los pozos petrolíferos.
Ahora, lamentablemente, los mismos que se abstuvieron entonces de oponerse, ahora sonreirán satisfechos también al aducir que ya «lo habían dicho antes». Según esta malévola lógica, la mejor manera de mantener la estabilidad en algunas zonas del planeta es dejar a los autócratas seguir controlando su coto.
Paradójicamente, Bush se equivocó y debería haber actuado como su padre, quien frenó la carrera hacia Bagdad cuando la guerra de Kuwait estaba ya ganada.
Es trágico aceptar ahora que a pueblos como Iraq, como Estado-Nación inexistentes, no se les puede dejar solos. Después de una ración de democracia impuesta, todo regresa a la violencia, el odio tribal, el rechazo de esos valores que llamamos occidentales, y la búsqueda de oportunidades de los vecinos (Irán) que parecen impelidos por la consiga popular de que «a río revuelto, ganancia de pescadores». Pero, sopesando las diversas alternativas y coste, la próxima vez hay que dejar a esos desgraciados países como estaban. Y, por extensión, la lógica se extendería al Egipto de Mubarak y a la Libia de Gadafi.(FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es Catedrático ‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).