Ante el anuncio de que el gobierno de Haití proyecta dotarse nuevamente de un ejército, me he dirigido a su Presidente Michel Martelly para pedirle que reconsidere esa decisión. No pretendo irrespetar la soberanía de esta nación hermana, solo quiero brindar un consejo que veo escrito en el muro de la historia de la humanidad: en América Latina, la mayoría de los ejércitos han sido enemigos del desarrollo, enemigos de la paz y enemigos de la libertad.
En gran parte del mundo, y sobre todo en América Latina, las fuerzas armadas han sido la fuente de la más ingrata memoria colectiva. Fue la bota militar la que pisoteó los derechos humanos de nuestros hermanos. Fue la voz del general la que pronunció las más cruentas órdenes de captura contra estudiantes y artistas. Fue la mano del soldado la que disparó en la espalda del pueblo inocente. En el mejor de los escenarios, los ejércitos latinoamericanos han significado un gasto prohibitivo para nuestras economías. Y en el peor, han significado una permanente fuente de inestabilidad para nuestras democracias.
El proyecto ?Política de Defensa y Seguridad Nacional? plantea objetivos difusos, como son la presunta necesidad de recuperar la dignidad y la soberanía haitiana con la reinstalación del ejército. Haití no lo necesita. Su seguridad interna puede estar a cargo de un cuerpo de policía profesional y bien capacitado, que asegure el cumplimiento efectivo de la ley, y su seguridad nacional no gana nada con un aparato militar que jamás será más poderoso que el de sus vecinos.
Haití, junto con Guatemala y Nicaragua, ocupan los tres últimos lugares de Latinoamérica en el índice de desarrollo humano elaborado por el Programa de las Naciones Unidas. Quizás no sea casual que estos tres países compartan otras cosas: tienen o han tenido ejércitos fuertes y una reducida inversión social en educación y salud. Los 95 millones de dólares que busca el proyecto deberían ser invertidos en educación para su pueblo, en salud para sus niños, en fortalecer sus instituciones democráticas para garantizar una estabilidad política mínima, a fin de recuperar la confianza de los haitianos y de la cooperación internacional, cuya ayuda es indispensable y lo seguirá siendo por un buen tiempo más.
Costa Rica, como Haití, es también un país pequeño. Su clima tropical lo expone a tormentas y a huracanes, y a otros desastres naturales. Sin embargo, mi país ocupa el lugar 69 en el mundo en el índice de desarrollo humano, y un niño que nazca hoy en Costa Rica espera vivir 79.1 años. Haití ocupa el lugar 145, pero la expectativa de vida del niño haitiano es 17.4 años menor que la del niño costarricense.
La diferencia entre la población de un país y otro se encuentra en la educación, en los años de escolaridad, en la enseñanza diversificada y en el pleno acceso a las tecnologías de la información y la comunicación. La población de una sociedad educada tiene muchas más oportunidades y puede aspirar a empleos de mejor calidad.
Hubo una época en que mi pueblo colindaba al norte y al sur con la dictadura. Hubo una época en la que el silbido de la metralla sonaba muy cerca de nuestras fronteras. En lugar de tomar las armas, Costa Rica salió a luchar por la paz en Centroamérica. No nos hizo falta el ejército. Por el contrario, estar desmilitarizados nos permitió ser percibidos como aliados de todas las partes del conflicto.
En 1994, después de un intenso debate entre las diversas fuerzas políticas panameñas, en el que participamos activamente la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano y yo, finalmente el Congreso aprobó, por medio de una reforma constitucional, la abolición de las fuerzas armadas. Desde entonces, Costa Rica y Panamá comparten la frontera más pacífica del mundo. Y no es casualidad que sean, también, las dos economías más exitosas del istmo centroamericano, porque el dinero que destinábamos a nuestros ejércitos lo destinamos ahora a la educación de nuestros niños y a la salud de nuestros ciudadanos.
En 1995 Haití decidió desmovilizar a sus fuerzas armadas y puso fin así a un eterno rosario de golpes de Estado. Esta fue una decisión que el mundo entero aplaudió.
Mi vinculación con Haití se remonta a casi veinte años atrás. Desde entonces vengo pidiendo al mundo desarrollado que no abandone a Haití, que condone su deuda externa, que le tienda una mano, que la cooperación sea abundante y oportuna y que la indiferencia no sea una opción. Pero Haití también tiene sus propias responsabilidades, y una de ellas es adoptar las decisiones políticas correctas. Intentar reinstalar el ejército sería una equivocación y por ello no puedo guardar silencio.
Haití podrá recuperar su dignidad cuando todos sus niños y jóvenes puedan ver el futuro con esperanza y los vientos del Caribe soplen igualmente venturosos para todos.
(*) Oscar Arias Sánchez, expresidente de Costa Rica 1986-1990/2006-2010 Premio Nobel de la Paz 1987.