Los analistas no se ponen de acuerdo: unos reclaman que nada es igual desde el ataque terrorista del 11 de setiembre de 2001 y otros responden que todo, en esencia, sigue igual. Paradójicamente, ambos bandos y tendencias de opinión tienen razón. Estados Unidos sigue siendo básicamente fiel a su ADN primigenio pero ciertos rasgos perceptibles en su tejido socio-económico han variado su personalidad, o al menos su conducta. Además, no está claro si los cambios se deben a los efectos del 11-S o son resultado del impacto de crisis global.
Algunas de las dimensiones del credo nacional han estado sufriendo el efecto de la erosión durante el medio siglo anterior (desde la Segunda Guerra Mundial) y en cierta manera, los cambios pueden resultar más obvios desde el 11-S. Durante las décadas duras de la Guerra Fría, Estados Unidos apretó las clavijas sobre una misión primordial: la contención del comunismo, que se había detectado como el enemigo principal. La lucha contra Alemania y Japón se consideró como juego de niños, resuelto con cierta premura (menos de un lustro, entre Pearl Harbor y Hiroshima, pasando por Normandía).
Lo difícil fue la oposición a las ambiciones globales de Moscú y sus aliados. Es entonces cuando en la sique norteamericana se inserta una misión que justifica todos los medios. Las alianzas con regímenes autocráticos se aceptan como salvaguarda de la guerra contra la amenaza marxista. Las muestras de imperialismo local en América Latina y Asia son parte del mismo guión. Pero el desplome de la Unión Soviética dejó a Estados Unidos sin enemigo y su estrategia mundial sin una justificación clara.
En la última década del anterior siglo, el debate surgió en los centros de poder sobre qué hacer con la curiosa hegemonía (por falta de otra palabra) en un mundo que había agotado la historia y se disponía a abrazar todo el decálogo nacional. Los halcones abogaban al recién elegido George W. Bush para aprovechar la oportunidad y ganar por goleada. Los más prudentes aconsejaban paciencia y atención a los temas sociales y económicos.
Ambos tenían razón para su estrategia. Estados Unidos vivía en paz en un mundo donde el costo de un barril de petróleo era de 28 dólares. Hoy cuesta 115. Entonces el país presentaba un superavit; hoy sufre una deuda de más de 15 billones. El final de la Guerra Fría ofrecía un respiro en la carrera armamentista; hoy la respuesta al 11-S tiene un coste de 20 billones, el doble de lo que costó el desastre de Vietnam. A las pocas semanas de recibir el apoyo de prácticamente todo el planeta, Bush dilapidó ese capital al apostar por el unilateralismo, cimentada en la tesis de que la misión justifica la coalición. La OTAN fue despreciada inicialmente, apenas rescatada tardíamente en Afganistán. Washington trocó algunos de los aliados tradicionales (Francia, Alemania) por la relación especial con el Reino Unido.
Aunque se considera que las medidas de seguridad han conseguido el premio apetecido (ausencia de un nuevo ataque terrorista), lo cierto es que la guerra contra el terror ha convertido medidas excepcionales en rutinarias. Nada parece estar fuera de los límites del escrutinio gubernamental, una vez que las dos docenas de agencias de seguridad se compactaron en una sola. Significativamente, el pueblo norteamericano ha aceptado sin protestas el nuevo régimen por el que, desde una oficina situada no se saben bien donde, la compra de un helado se equipara a una transferencia bancaria con Irán, en aras de la seguridad.
Lo más preocupante es que la seguridad externa y parte de la interna se ha delegado en unas fuerzas armadas que lamentablemente se van aislando del resto de la sociedad y del gobierno (las críticas de sus altos mandos son frecuentes). Se aplaude a los soldados en los aeropuertos y mercados, y se les piropea en programas de televisión, los ejércitos formados por voluntarios, reflejando desproporcionalmente los estratos socioeconómicos. Pero pudorosamente pasan desapercibidos los cadáveres de los caídos cuando son repatriados. No hay ceremonias solemnes, solamente una puñado de familiares. Si en Nueva York cayeron 3.000 inocentes, esa cifra ya ha sido superada en Afganistán. Para eso se les paga, como en cualquier trabajo mal remunerado. Todo, en el fondo es normal, y nada ha cambiado. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).