El aparentemente eterno problema del ingreso de Turquía en la Unión Europea se ha convertido en un tópico manido, pero imposible de soslayar. Estambul, su capital, emite unas señales contradictorias. Las llamadas a la oración desde los minaretes se mezclan con el ruido del tráfico permanente en horas de punta. Las ofertas y el regateo de las tiendas del monumental Gran Bazar se cruzan con las infiltraciones de la civilización occidental.
Pero para pasar al lado europeo mental y político, Turquía debe enfrentarse a una serie de obstáculos, algunos de tal magnitud que han producido un cansancio en el gobierno y en el pueblo. Si hace una década más del 70% de la población veía como meta el ingreso en la Unión Europea, ahora apenas un 25% lo desea, mientras más de la mitad se opone. Este es, ahora, el principal obstáculo.
Una visita obligada a la zona de las principales mezquitas (la azul y la antigua basílica cristiana de Santa Sofía) y el palacio real de Topkapi recuerdan con contundencia que Turquía tiene un pasado perfectamente instalado en el presente. Sobre su masivo uso turístico, la monumentalidad de la zona noble recuerda que el país tiene un discurso nacional musulmán, aunque las cifras de creencia efectiva son dudosas y apenas rebasan el tercio.
El obstáculo para el ingreso en la UE no es, sin embargo religioso sino que los turcos, por decirlo crudamente, son demasiados: 74 millones. Turquía se convertiría en el Estado mayor de la Unión, amenazando a Alemania (81 millones) en su posición demográfica privilegiada. La entrada de Turquía en la UE representaría la adición de una lengua o familia compartida por más de 200 millones de hablantes, según se cuenten los ciudadanos de países que se extienden hasta las fronteras de China. Sería la lengua más hablada solamente superada por las cinco oficiales de las Naciones Unidas.
Esta referencia a la magnitud demográfica de la lengua turca es un reflejo de un fenómeno adicional entre los obstáculos para el ingreso de Turquía en la UE. Puede ser simplemente un mecanismo identitario, como protección ante la imposibilidad del casamiento con Bruselas. Se trata de la supervivencia de un sentimiento o una ambición (según se mire) por una sutil (o explícita) nostalgia por el Imperio Otomano.
En otras palabras, que la reducción del territorio, causada por el implacable declive político y militar que se precipitó hasta la I Guerra Mundial, no es óbice para la supervivencia de una Gran Turquía, que tendría una base lingüística y la presencia efectiva en algunos países cercanos. No se sabe si para la OTAN o para la UE, la existencia de una Turquía ampliada con influencia estabilizadora es una ventaja o un reto incierto.
Pero la principal asignatura pendiente de Turquía es la supervivencia del enfrentamiento entre dos campos irreconciliables, en una competencia que apenas ahora concede atisbos de resolución: el poder civil ante el militar. Lo curioso de este duelo es que un grueso de la oficialidad turca se muestra inflexible acerca del mantenimiento de la separación entre religión y Estado. Es la aplicación del código implantado por Kemal Atarturk en 1922, como medida central de la modernización del país. Esa misión de los militares les ha permitido inmiscuirse en la política, un tema espinoso que incomoda a Bruselas.
Esa senda que se ha seguido desde entonces se ha visto desafiada por la evolución del Partido de Justicia y Desarrollo, que ha conseguido sucesivas e impresionantes victorias en las últimas elecciones. Liderado por el Primer Ministro Recep Tayyip Erdogan, ofrece un perfil moderadamente islámico. Apoyado tanto por clases medias ascendidas por el desarrollo como por masas deseando mejoras, Erdogan ha conseguido amaestrar a los militares, arrestando y jubilando a una parte de la díscola alta oficialidad, y luego provocando la retirada de casi la totalidad del Estado Mayor. Su próxima apuesta puede ser la reforma de la Constitución, gracias a su mayoría parlamentaria. El enigma reside en si optará por reforzar el islamismo.
Por encima de estos problemas sigue revoloteando el veto de Grecia mientras siga la ocupación de medio Chipre y el miedo de Atenas ante la inmigración turca descontrolada. Como remedio se construye un foso medieval para taponar la porosa frontera. Finalmente, Turquía debe sufrir las consecuencias de la insistencia de sucesivas administraciones norteamericana en alabar la bondad del ingreso en la UE, como justa recompensa por contribuir a la defensa de los intereses de Washington en el Oriente Medio. Es una lógica que no agrada en absoluto en Bruselas y en pocas capitales europeas.
Ankara, por lo tanto, tiene difícil su ingreso en la UE, pero ahora ese detalle comienza a no quitarle el sueño a los turcos. No se sabe quién pierde. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).