¿Cómo olvidar las imágenes de alegría en la Plaza Tahrir de El Cairo trasmitidas por la televisión al mundo entero la mañana del 11 de febrero último, cuando se anunció la dimisión de Hosni Mubarak, quien estaba al mando en Egipto desde el lejano 1981, por parte del recién designado vicepresidente Omar Suleiman? Los ojos de miles de jóvenes egipcios dejaban trasparentar sus grandes expectativas acerca del futuro de su país y profundo orgullo por el coraje y la tenacidad demostrados en aquellos 18 días de manifestaciones.
El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, una vez evaluada la conveniencia de abandonar al rais a su propio destino, asumía temporalmente el control del país para encaminar el delicado período de transición hacia la democracia. Por un momento todos, o casi todos, han pensado que se había entrado ya en una nueva era, en un nuevo Egipto.
La experiencia enseña que los procesos de democratización no toman forma solamente con la realización de elecciones ni llegan a buen término en el curso de un puñado de meses, sino que son el fruto de un trabajo que envuelve a todos los estratos de la sociedad. A decir verdad, de todas las reformas reclamadas por los manifestantes, a cuatro meses de la caída del régimen poco se ha visto.
Y mientras la transición prosigue a marcha forzada hacia unas elecciones parlamentarias, casi todas las fuerzas en campo piden al ejército que las aplacen dada la ausencia de un cuadro constitucional definido. La excepción son los Hermanos Musulmanes y lo que queda del disuelto partido de gobierno, o sea los componentes más estructurados y mejor organizados del enredado panorama político pos Mubarak.
De modo que el momento es por lo menos muy delicado y marcado por una progresiva polarización del choque, a menudo violento, entre el frente liberal-secular y el frente islamista ampliamente entendido y por la fractura no siempre evidente entre el movimiento juvenil y los militares, frecuentemente ya no más vistos como garantes de las instancias de libertad y justicia sino como parte del viejo régimen en lucha por su propia supervivencia. A los militares se les critica, entre otras cosas, haber prohibido las manifestaciones pacíficas, haber impuesto nuevamente la mordaza a la prensa, por no hablar del test de virginidad realizado a las activistas no casadas arrestadas durante las manifestaciones del 9 de marzo pasado, efectuado con el pretexto de tutelar el honor de las fuerzas armadas para demostrar que las muchachas habían llegado a las cárceles militares sin ser ya vírgenes.
Hay, por lo demás, otro aspecto del proceso de democratización que despierta inquietud y que envuelve a la magistratura y a los vértices militares: el ligado a la justicia de transición, o sea a los procedimientos adoptados para llevar ante la justicia a los exponentes del viejo régimen acusados de haber cometido crímenes de diversa naturaleza.
Mubarak, su esposa, después liberada bajo caución, sus dos hijos, junto con una serie de ex ministros y notables de la vieja clase dirigente, la llamada camarilla de Alejandría, fueron arrestados bajo la acusación de haber cometido los delitos de corrupción, peculado, abuso de autoridad y homicidio. Los procedimientos judiciales correspondientes fueron conducidos sin transparencia alguna, sobre la base de reglas ad hoc en modo alguno seguras, con aceleraciones improvisas y jurídicamente inexplicables.
Puesto que la democracia no se construye ni sobre la impunidad ni sobre la venganza creemos que el gobierno interino deba facilitar el trabajo de la magistratura solicitando la institución de una comisión investigadora internacional independiente que se haga cargo del proceso probatorio.
La creación de esta comisión investigadora internacional sería un paso adelante en dirección al nuevo Egipto, hoy en día demasiado similar al viejo Egipto, lo que demuestra cuan articulada y compleja es la transición del autoritarismo a la democracia. En esta fase hace falta que Plaza Tahrir se reorganice a sí misma y reoriente sus energías en el camino hacia el Estado de Derecho, a fin de que los ciudadanos sean puestos en condiciones de participar en el proceso de toma de decisiones del modo más inclusivo posible. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Emma Bonino, dirigente radical y vicepresidente del Senado Italiano; Saad Eddid Ibrahim, fundador del Centro de Estudios para el Desarrollo Ibn Jaldún.