Con esperanzas para algunos y con escepticismo para otros; con temor o satisfacción por lo que vendrá o podría venir; hasta con el sentimiento de que lo proyectado pueda ser una renuncia a viejos principios ideológicos o con la certeza de que apenas se trata de un maquillaje: de todas estas y otras formas, a veces tan antagónicas- han sido recibidas en la isla y reflejadas por la prensa internacional los acontecimientos ocurridos en Cuba durante la última semana. Pero, en ningún caso, los acuerdos, decisiones, proyecciones del recién finalizado VI Congreso del Partido Comunista de Cuba han dejado indiferentes al mundo: Cuba tiene un magnetismo (morboso en ocasiones, admirativo en otras) que haría imposible esa última reacción.
Aunque la noticia no resultó sorprendente, mucho se ha hablado de la renuncia de Fidel Castro, el líder histórico, gobernante por más de 45 años de los destinos del Partido, el gobierno y el Estado cubanos, quien ha decidido pasar a ser un simple militante del Partido aunque todos sabemos que será todo menos simple.
Más sorprendente y conmovedor (política y hasta humanamente hablando), resultó la propuesta del nuevo Primer Secretario y ya presidente de la República, Raúl Castro, de establecer que se reduzcan a dos períodos de cinco años las estancias en el poder de las figuras que regirán los destinos de la nación, ya sea desde el gobierno, el Estado y el propio Partido, algo inédito en la estructura dirigente de un país socialista, donde las altas esferas apenas solían alterarse por la llegada de la muerte. De qué modo se producirán esos relevos aun está por ver.
Esperada, asimismo, resultó la propuesta de toda una reestructuración de un modelo económico obviamente agotado, que buscará con alternativas como las inversiones extranjeras, el trabajo, los impuestos y la producción privada, la descentralización del Estado, la eliminación de trabas burocráticas y la reducción de subvenciones. Todas estas medidas procuran la necesaria competitividad mercantil que reclama con urgencia un país agobiado por una interminable crisis económica y una rampante ineficacia productiva, y con una sociedad deformada por los modos en que se accede a bienes y servicios.
La palabra mercado, por décadas satanizada por los círculos oficiales cubanos (hasta para la comercialización de libros) ha reaparecido, pero antes y mucho más que ella se ha repetido una y otra vez el término clave que hoy debe imponerse en Cuba: cambio. ¿Cuán profundos y radicales serán esos cambios? ¿Afectarán las esencias económicas y sociales del sistema, incluso las políticas? Eso también está por verse, pero lo indudable es que los cambios han llegado y seguirán llegando, no siempre por deseados (para ciertos sectores de la dirigencia del país), pero en todos casos por inevitables pues muchos de ellos ya se habían instalado en nuestra sociedad y otros se imponen como un reclamo de los tiempos y la realidad cubana y planetaria.
Sin embargo, poco, casi nada, se ha hablado de otras raigales transformaciones que deberán o deberían acompañar los cambios económicos, sociales y hasta políticos propuestos o aprobados. Cambios tal vez más sutiles, pero indispensables y no menos esenciales, entre los que valdría la pena recordar las urgentes transformaciones en la mentalidad verticalista, ortodoxa, fundamentalista, excluyente que, alimentada por años, tuvo la capacidad de convertir en sospechoso, cuando no en enemigo, a todo el que disintiera de las posiciones oficiales y pretendiera pensar con sus propias neuronas y no con las que el momento, la situación del país, la orientación desde arriba, permitían y avalaban. Si hace cinco, siete años, alguien en Cuba hubiera propuesto medidas como las adoptadas esta semana por el congreso partidista, seguramente habría sido catalogado de revisionista, incluso de contrarrevolucionario y estigmatizado como tal por un sector cavernario de la burocracia gobernante.
Sin cambios profundos en esta manera de conducir el pensamiento y admitir la libertad de expresarlo por los demás será difícil instrumentar una verdadera cultura que se sostenga sobre la necesidad de cambiar todo lo que debe ser cambiado, pues los acuerdos y decisiones partidistas no van a eliminar de un día para otro la tendencia a acusar (por los de arriba) y la reacción de temer (por los de abajo). Muchos años y demasiadas acusaciones y miedos se acumulan en las vidas y conciencias de los cubanos como para que esta transformación llegue de inmediato, aun cuando lo cierto es que en la Cuba de hoy los niveles de permisibilidad y heterodoxia resultan estar a distancias siderales de los que existieron treinta, cuarenta años atrás, cuando cualquier opinión fuera de tono era considerada un problema ideológico o un modo de darle armas al enemigo: aun cuando se tratara de la más obvia y dolorosa verdad.
Demasiados años de verticalidad política, de abultado poder de la burocracia, de considerar enemigo a quien no pensase exactamente igual son lastres que la proyección hacia el futuro de los lineamientos sociales y económicos aprobados deben insistir en hacer desaparecer para que brote una sociedad más viva y audaz. Como mismo debe esfumarse la posibilidad de estigmatizar al inconforme, una fuerza a la que tantas veces ha recurrido esa retardataria burocracia y, por tanto, reaccionaria, responsable no solo de incontables desastres económicos (por los cuales nunca han pagado o si acaso lo ha hecho solo con la pérdida de ciertos privilegios), sino, y sobre todo, promotora de la sustracción de la cultura del diálogo y la inconformidad expresa como componentes de la diversidad social. Esa necesidad de admitir lo nuevo, lo diferente, lo heterodoxo que hoy, también, se reclama desde la dirección partidista y gubernamental cuando el propio Raúl Castro reconoce que "Lo primero a cambiar dentro del PCC es la mentalidad, es lo que más nos va a costar porque ha estado atada durante años a criterios obsoletos".
Solo así habrá verdaderos cambios en Cuba. No solo por decreto, sino también por consenso. No solo promovidos desde arriba, sino también empujados desde todos los rincones. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Leonardo Padura, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas y su más reciente obra, El hombre que amaba a los perros, tiene como personajes centrales a León Trotski y su asesino, Ramón Mercader.