Si el presidente Barack Obama tuviera los poderes que la mitología de la hegemonía mundial le atribuye, hubiera programado su agenda de las últimas semanas sin incluir las crisis de Túnez, Egipto y ahora Libia. Pero tampoco hubiera aceptado una gira (y menos en las actuales circunstancias) que lo llevaran a Brasil, Chile y El Salvador. Mientras se satisfacía con la iniciativa de Nicolas Sarkozy de abrir fuego sobre Muamar el Gadafi, Obama comenzaba su periplo latinoamericano en la modernista Brasilia y el siempre atractivo escenario de Río de Janeiro.
Pero su mente estaría en Bengasi y de reojo hacia Teherán. El escenario latinoamericano, cuidadosamente elegido para evitar roces con los miembros del ALBA chavista, su preocupación (el desdén con el que Washington cíclicamente trata a sus vecinos del sur) se posaba en México. Su vecino se desangra en la cruel guerra a causa del narcotráfico y el cáncer de la corrupción. La penúltima victima diplomática ha sido Carlos Pascual, el dimitido embajador de Obama, a causa de las revelaciones de Wikileaks, que convirtieron el ejercicio de su cargo en problemático, inaceptable para el presidente Felipe Calderón.
Las opiniones de Fidel Castro (su hermano ya tiene otros problemas) acerca de las intervenciones occidentales en el Norte de Africa les quitan menos el sueño a los sufridos subalternos de Hillary Clinton en el Departamento de Estado que los exabruptos de Chávez desde Venezuela. Pero las incomodidades de Obama en su gira comenzaron con el desplante de Lula Da Silva. Invitado, como todos los anteriores presidentes democráticos de Brasil, a un almuerzo en honor de Obama, decidió plantar a su sucesora Dilma Rousseff. La flamante presidenta suspendió una conferencia de prensa en la que se hubieran planteado preguntas comprometidas para la mandataria y el presidente norteamericano.
El trasfondo habría sido la urticante abstención de Brasil en la histórica votación del Consejo de Seguridad con respecto al ultimátum a Gadafi y el silbato de salida para la intervención militar en Libia. Los anfitriones de Obama se subían de esa manera al autobús de China y Rusia, La Alemania de Merkel se desmarcaba de la iniciativa de su gran amigo Sarkozy. Así se ponía en entredicho el exageradamente aplaudido eje francogermano para salvar al euro.
Cuando los asesores de Obama se preguntaban si podría ser verdad el desenlace comparativamente pacífico (de momento) de la crisis de Túnez y Egipto, estalló la crisis de Libia. Sus consecuencias, a pesar de la contundencia de la decisión del Consejo de Seguridad, son impredecibles, aunque la meta de sacarse de encima a Gadafi ha sido compartida por casi todos los líderes del llamado mundo occidental.
Aunque el veredicto final deberá esperar a una solución a la egipcia, se puede aventurar un balance de lo conseguido por Estados Unidos y los posicionamientos de algunos aliados europeos imprescindibles. En el podio de ganadores en este primer capítulo, debe destacarse el papel estelar del Consejo de Seguridad. Una excepción en la historia de Naciones Unidas, la resolución fue posible por el liderazgo de los protagonistas principales (Estados Unidos, Francia y Reino Unido).
En ese terceto, por supuesto, destaca Francia liderada por el hiperactivo Sarkozy, recompensado por comenzar las acciones en Libia. Era lo menos que se podía esperar del que (temerariamente, según numerosos observadores) se había adelantado con el reconocimiento de los representantes de la oposición libia como interlocutores válidos. Era la forma del mandatario galo de responder a la acusación de Gadafi con respecto a una supuesta financiación de su campaña electoral.
Provisionalmente, perdedora neta ha sido la Unión Europea, aunque esté dignamente representada por sus principales miembros (excepto Alemania). La imposibilidad de conseguir la necesaria unanimidad en las decisiones del Consejo revelaron por una vez la superioridad del sistema de votación de la ONU. Pero, como ha sucedido otras veces, de una derrota Bruselas aprende. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami jroy@Miami.edu