La crisis de Túnez y Egipto pasará a la historia como un perfecto manual del chantaje. Algunos actores han participando más que otros, pero con la excepción del pueblo llano de los sufridos países árabes, todos se han esforzado en ejercer diversas modalidades de extorsión. Las variantes incluyen las actuaciones del practicante del acoso sexual, el funcionario que amenaza con publicitar la conducta impropia de un superior, o la novia despechada que amenaza a revelar las infidelidades de su ex. Ahora se ha revelado con toda luz la conducta de los protagonistas más importantes de la crisis que comenzó en Túnez, se ha extendido a Egipto, y amenaza con engullir a todo el mundo árabe.
En las cercanías de la entrega de los Oscar, el sobre al mejor actor debiera abrirse con el nombre (de momento) de Ben Ali y Hosni Mubarak. Durante décadas han conseguido extraer el silencio y la complicidad de sucesivos presidentes de Estados Unidos y de los más poderosos países europeos. Ante la alarmante alternativa de caer en manos, hace años, del expansionismo soviético y ahora de los radicales fundamentalistas islámicos, los autócratas árabes, desde Damasco a Rabat, civiles, militares y monarcas medievales han conseguido amedrentar a Washington. Gracias a la ayuda militar han vendido la debida protección, al tiempo que han abierto la espita de la emigración, para sacarse de encima el exceso de población incómoda.
Europa ha aceptado a regañadientes la llegada de los trabajadores, siempre que ocuparan los puestos rechazados por los nativos. Hasta que la burbuja inmobiliaria ha provocado la reacción y la invitación al regreso. La juventud tunecina y los vecinos que no han podido emigrar exigen ahora los empleos que los regímenes dictatoriales no pueden inventar. Chantajeados en su casa, para mantenerse callados, ahora se han lanzado a la calle.
Sutiles practicantes de similar chantaje han sido los intereses económicos europeos que han hecho guiños a sus gobiernos para que fomenten la cómoda estabilidad de los países árabes donde poder vender los teléfonos móviles, que paradójicamente ahora son la causa tecnológica de la caída de los modernos faraones.
Al otro lado del océano, en medio de la confusión a la que Hillary Clinton se enfrenta en el Departamento de Estado asesorando a la Casa Blanca, con la línea directa a la CIA y el Pentágono, se detecta un tipo perene de chantaje. Está personificado por expertos, antiguos miembros de la diplomacia que tan bien sirvieron al presidente George W. Bush, y nostálgicos de la Guerra Fría. Venden el mensaje catastrofista de la alternativa entre el apoyo a los autócratas o la caída en las garras del fundamentalismo islámico. Esta tesis es compartida por el establisment que domina el Estado de Israel. Sería el perdedor más dramático en el caso de una transición incierta en Egipto. Sin saber quién controlaría el enorme estado de ochenta millones sin dirección, nada extraña el silencio sepulcral en Tel Aviv y Jerusalén. Ha sido una nueva variante israelita de la extorsión generalizada. Los tiempos de la firma del acuerdo de paz de Camp David en 1979 con Anwar El Sadat, castigado luego con su asesinato en 1981, se habrían esfumado definitivamente. La ruptura de relaciones entre Egipto y sus congéneres árabes duró lo suficiente para entrar en razón. Al final, los israelitas respiraron más tranquilos.
De momento, el precio para responder al chantaje egipcio ha sido eficaz (pero alto: más de mil millones de dólares anuales) para Washington. Se ha garantizado la estabilidad y se ha proporcionado la doble seguridad para Europa, y naturalmente para los gángsters. El problema es que los jóvenes (y también maduros ciudadanos) se han cansado de ser fascinados con espejitos como si fueran aztecas embelesados por Hernán Cortés. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).