Absolutamente nada de nuestra vida anterior puede prepararnos para vivir en un corredor de los condenados a muerte. Uno es como un repollo en una hilera de una huerta: plantado, forzado a llevar una existencia estática durante la cual cada día es igual al anterior y al siguiente. Pero al contrario del repollo, esa vida no tiene propósito alguno. Uno es sólo una cifra que ocupa un lugar y espera el turno para ser llevado a la cámara donde será ejecutado. Hasta que llegue ese día el sufrimiento será perpetuo.
El 11 de abril de 1962 fui golpeado, encadenado y transportado al corredor de la muerte de la cárcel de Luisiana, donde había otros 12 hombres viviendo en las 15 celdas a disposición. Las cucarachas huyeron en todas las direcciones no bien entré al calabozo número 9, que tenía el tamaño de un cuarto de baño: aproximadamente 1,8 por 2,4 metros.
La vida en tan pequeño espacio no podía sino ser de continua inquietud e incomodidad. Había lugar apenas para algunos movimientos físicos acostado, agachado o en cuclillas, no bastaba para ejercitar adecuadamente todos los músculos del cuerpo. Se nos permitía salir de la celda sólo durante 15 minutos dos veces por semana para tomar una ducha. Pasamos años de ese modo, siempre dentro de la prisión, sin ver siquiera la luz del sol.
Peor que el tributo físico que se exigía a nuestros cuerpos era el que se cobraba a nuestras mentes. El corredor era todo alboroto y confusión, un coro sin fin de descarga de retretes, de maldiciones gritadas de una celda a la otra por condenados enemistados entre sí, de disputas triviales sobre virtualmente nada, de aparatos de radio sintonizados a todo volumen para competir unos con otros. La mayor parte de ese pandemonio era provocada por la enloquecedora monotonía, el profundo hastío, la grave marginación emocional y la carencia de normalidad como marco de referencia para las vidas de los encarcelados.
Éramos como animales humanos en uno de los zoológicos al viejo estilo, antes de que entendiera que era inhumano confinar a grandes bestias en una estrecha jaula. Y como el tigre que obsesivamente se mueve de un lado para el otro en su jaula enrejada, nosotros nos paseábamos por el pequeño pedazo de piso más allá de nuestros camastros. Cuatro pasos, darse vuelta, cuatro pasos, darse vuelta y así durante horas sin fin. En ocasiones un hombre, por estratagema, podía golpear su cabeza contra los barrotes de acero y la pérdida de suficiente sangre podía hacer que lo llevaran al hospital para los criminales sicóticos, donde las condiciones son mejores y la etiqueta de enfermo mental postergaría la ejecución.
En el corredor de la muerte éramos un grupo variopinto con poco en común, salvo que todos habíamos cometido un crimen. Estábamos amontonados y desprovistos de por vida de las pequeñas satisfacciones o gentilezas que nos sostienen en el mundo exterior. La gente rara vez piensa en lo positivo de las triviales intercomunicaciones sociales de todos los días que llenan nuestras vidas, por ejemplo con el empleado del almacén que nos saluda o con los compañeros de trabajo o los encargados de limpieza de nuestro empleo con los que habitualmente tenemos pequeñas charlas. Esas relaciones sociales aparentemente insignificantes son parte del pegamento que nos mantiene a todos juntos, que nos hace saber que tenemos un lugar en el mundo. Si nos las quitan y además, como sucede a menudo, somos abandonados por amigos y familiares, podemos sentirnos a la deriva.
Eso es lo que sucede en el corredor de los condenados a muerte. Allí se pierde el sentido de uno mismo como parte de un contexto en el cual tu ser tiene sentido de existir. En cambio, en el corredor uno comienza por luchar para mantener su cordura. Se debe estar en guardia contra el pensamiento mágico, o sea la tentación de abandonarse a una irracional creencia de causa-efecto, como la de creer que un juez anulará la sentencia que nos condenó si nuestro horóscopo continúa mostrando que las estrellas están alineadas favorablemente. En el pabellón de la muerte, donde las cosas no tienen sentido, nuestra mente trata de darle significados a la nada, lo que puede llevarnos a confundir la fantasía con la realidad. Aparte de luchar para no enloquecer, cada día uno debe justificar su existencia ante uno mismo, justificar porqué uno continúa viviendo cuando simplemente está esperando la muerte, cuando el mundo entero desea nuestra muerte.
Me salvaron los libros. Me volví a ellos sólo para matar el tiempo y darle a mi mente algo de que aferrarse para no enloquecer. Pero después comencé a comprobar que la lectura me conectaba con el mundo de un modo mucho más positivo que antes. Gradualmente, crecí, maduré y me libré de la ignorancia que me había llevado al corredor de la muerte. Y no fui el único: la mayor parte de los tipos en el corredor de la muerte comenzó a leer o a estudiar o a mantener correspondencia con buenos samaritanos, lo que los hizo mejores que antes, cuando habían cometido las peores acciones de sus vidas.
Todos los días me doy cuenta de cuan afortunado soy por haber salido vivo del corredor de la muerte. Pero Stantley Tooki Williams no fue tan afortunado como yo: el cofundador de la primera pandilla callejera criminal en Los Ängeles, The Crips, se reformó a sí mismo en la prisión y escribió libros para convencer a los jóvenes a no seguir sus pasos y a disuadirlos de integrar pandillas. Eso no importó: las autoridades de California lo ejecutaron en 2005 después de que hubiera pasado 25 años en el corredor de la muerte. Para el Estado, Tookie era menos que un repollo en la hilera de una huerta. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Wilbert Rideau es autor del best-seller «En el lugar de la justicia: Una historia de presidio y redención». Durante su encarcelamiento en el corredor de la muerte se dedicó al periodismo y ganó algunos de los más prestigiosos premios de periodismo de los Estados Unidos.