Cualquier consideración de la coyuntura actual de Alemania debe reparar en la vigencia del pasado de un país que se ha esforzado en desterrar los fantasmas de su tormentosa historia. Por la novedad y la sutiliza de su organización, una exposición monográfica sobre la época de Hitler y la sociedad alemana de su tiempo se ha convertido en tema central en cualquier meditación sobre el tejido nacional del país más importante de Europa y el eje de los acontecimientos más impactantes de todo el siglo pasado en el Viejo Continente.
Hitler y los alemanes: nación y crimen es el complejo título de la muestra especial del Museo Histórico Alemán de Berlín que ha sido tema prioritario de los medios de comunicación, estamento político, y visitantes extranjeros. Atormenta especialmente a los alemanes, angustiados por entender qué les pasó para entramparse en una de las más lamentables etapas de la historia del mundo.
En numerosos museos del país hay un lugar prominente para recordar ese capítulo tenebroso, mientras los planes de educación no lo soslayan con vergonzosos silencios. Pero lo novedoso de este experimento monográfico y directo es que tiene como marco un país, regulado por una democracia impecable, donde como excepción tajante se prohíben las muestras de esvásticas, la distribución de Mein Kampf y el saludo nazi.
También llama la atención que la muestra se haya situado en pleno centro del Berlín, a corta distancia de los lugares más emblemáticos de la historia berlinesa y la del III Reich. Apenas a tiro de piedra, se sitúa el marco de la plaza delante de la Opera, donde se perpetró la quema de libros en 1933, como símbolo vergonzoso del totalitarismo que se venía encima. Recordando el escenario según los documentales de la época hitleriana, no es difícil imaginar los repetidos glorificantes actos poblados de cruces gamadas en la explanada entre el museo y la catedral protestante.
A corta distancia a través del paseo Unter den Linden, que ha recuperado la elegancia perdida en la época comunista, está la Puerta de Brandenburgo, hoy restablecida a su clásico esplendor. Igual transformación sufrió el Bundestag, el parlamento casi destruido por la furia bélica, que todavía conserva las muestras de graffiti de los soldados soviéticos en las paredes del hemiciclo inmaculado, hoy presidido por las banderas alemana y europea. Unos pasos más hacia el sur llevan al viajero al terreno donde estuvo la última guarida de Hitler, hoy ocupado por un recordatorio al holocausto.
En el recorrido de la exposición, situada cuidadosamente en los sótanos del anexo edificio, diseñado por I. M. Pei, el visitante se siente tan disminuido como el tamaño modesto de los objetos colocados cuidadosamente. La inclusión de fotos de personajes nazis es como insertar material pornográfico. Los bustos de Hitler apenas son detectables. Las vestimentas personales están ausentes. Se trata de evitar a toda costa la glorificación colosal de la época y el engrandecimiento del líder.
Como complemento se enfatiza (recordado por el significativo título de la muestra) que el trágico y criminal fenómeno tiene hoy una clara liberación de culpa individual de cada uno de los alemanes. Pero no está despojado de una causalidad colectiva que en ningún momento se enmascara. La sociedad alemana de entonces fue culpable de connivencia y coautoría. Resulta incómodo comprobar que fueron precisamente los sectores más cultos y acomodados los que militaron en las filas del nazismo. Como dijo el propio Führer en un discurso, la sociedad alemana tuvo suerte en encontrarse con él. El aquelarre fue un amor correspondido.
De poco sirvió durante años el intento de ciertos sectores por justificar esa complicidad por una ingenua fascinación por un líder de escaso carisma y cualidades dudosas, aparecido en momentos de crisis y duda nacional. Alguna minoría, sin embargo, parece que no ha escarmentado. El 13% de los alemanes todavía consideran que el país debiera tener un líder duro como Hitler. Un 10% cree que Hitler fue un buen estadista, si se descuenta el crimen del holocausto. Un preocupante 35% juzga que la extrema derecha no es periférica, sino central en el panorama político.
Cada sala recuerda que si bien en el exterior se respira una sensación de libertad, la tragedia puede repetirse, en Alemania y en cualquier rincón del globo. Es el mensaje lanzado no solo a los alemanes, sino a cualquier visitante extranjero. La clásica pregunta de cómo fue posible que una sociedad culta y desarrollada fuera capaz de abrazar la barbarie nazi se responde con una mirada alrededor.
El lamentable drama puede representarse de nuevo, no solamente en la propia Alemania (que tiene cierta ventaja de una vacunación) sino en cualquier rincón del globo, atormentado por el racismo, la inseguridad ciudadana y el pánico del deterioro económico. Los cantos de sirena hablan varias lenguas y los flautistas se cubren de diversos disfraces. (FIN/COPYRIGHT IPS)
Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami