EL MOSAICO CANADIENSE EN PELIGRO

Angela Merkel ha afirmado rotundamente que la sociedad multicultural alemana ha fracasado. Sus palabras han resonado en Europa entre asentimientos y alarma, y su música resulta familiar al otro lado del Atlántico. Muchos la escuchan atentamente en los Estados Unidos, deseosos de culpar a la inmigración descontrolada de muchos de los males de la sociedad. En Canadá las palabras de Merkel tienen una aplicación más directa.

Camino del aeropuerto de Toronto, un taxista nacido en Somalia, me dijo: “Si uno parece chino, es canadiense”. La contundencia y sarcástico sentido del humor hacen pensar sobre el tejido social de Toronto, la ciudad más importante de Canadá, reflejo del dilema que el país enfrenta. Cada año, más de 250.000 nuevos inmigrantes se asientan en este inmenso país. Solamente en Toronto, los recién llegados anualmente son más de 100.000. De cada diez “torontianos”, cinco han nacido en el extranjero. Es una suma respetable, teniendo en cuenta que la población de Toronto es una cuarta parte de la total de Canadá, donde a su vez el 17% ha nacido en el exterior. Su nivel de inmigración solamente es superado por Australia en el mundo.

A muchos observadores estos hechos no les preocupan, ya que la diversidad de su población debiera ser una de las causas que hacen de Toronto el centro financiero del país, una de las urbes de mayor calidad de vida del mundo, y de rebote una de las capitales más caras. Su torre CN es la más alta (550 metros) de las Américas, y la segunda del planeta. Un bosque de rascacielos compite estéticamente con Manhattan. Pero los detalles arquitectónicos no maquillan el desafío que la ciudad y el resto de Canadá enfrentan: la combinación de la inmigración, la multiculturalidad y la identidad nacional.

Hace unas cuatro décadas, Canadá adoptó oficialmente una política nacional que se llamó “multiculturalismo”. Significativamente, Canadá contrastaba de esa manera con el lema del “crisol de razas” que había definido al vecino del sur. En su lugar, los líderes canadienses plasmaron el dibujo del “mosaico”, con que pretendían que los recién llegados se sintieran en casa, autorizados a conservar sus propias culturas.

El “contrato” implicaba el respeto de la diversidad, incentivos para aprender la lengua, participar en los intercambios culturales, y comprometerse con las instituciones nacionales. En rigor, esta política nacional ha sobrevivido hasta hoy. En una competencia reciente patrocinada por los medios de comunicación, los ciudadanos de Toronto se decantaron por un lema-oferta: “abrazando al mundo”. Fue la confirmación de la supervivencia del credo nacional.

El problema es que recientemente han comenzado a surgir voces que exigen una lectura de las palabras mágicas, cargadas de pasión, preocupación, orgullo, derechos y obligaciones: multiculturalismo, pluralismo, ciudadanía. El hecho es que la sociedad canadiense se enfrenta decididamente por todas las connotaciones que la mención de la inmigración tiene.

Se ha comenzado a meditar sobre la política de puertas abiertas. Las estadísticas muestran que solamente el 17% de los inmigrantes son autorizados según sus capacidades para el trabajo o en el dominio de una de las dos lenguas oficiales. Se calcula que solamente la mitad son entrevistados por un funcionario de inmigración. La mayoría de los inmigrantes recientes siguen las huellas familiares, sin que se garantice su sostenibilidad. Se estima que los nuevos inmigrantes reciben beneficios muy por encima de sus contribuciones. Los costes de la disminuida falta de competitividad se calculan en más de cinco mil millones de dólares anuales. Los sectores que rechazan estos juicios aducen que la discriminación es la causa de la falta de competividad, y por lo tanto de la necesidad del explotar al máximo el estado de bienestar, que está en peligro.

Por otra parte, los partidos tradicionales no se atreven a encarar el problema, ya que el éxito en las elecciones depende en gran manera precisamente del voto “étnico”. Pero a diario se publican editoriales en la prensa (el magnífico “Globe and Mail” de Toronto al frente), se redactan informes de centros de reflexión, y el tema se convierte en cotidiano. Parece que se ha llegado a la necesidad de aclarar si el “multiculturalismo” no debe ser sustituido por el concepto riguroso de “pluralismo”. Este se debe sostener en el ejercicio de una “ciudadanía” eficaz y plena que no se reduzca a la exigencia de derechos, sino también a la asunción de obligaciones. Puede haber llegado el momento de preguntarse por el beneficio nacional que representa la réplica de la cultura originaria en la nueva residencia. Resulta irónico preguntarse si la oferta de puertas abiertas incluía la construcción de una suma inconexa de identidades. Significaría la aceptación de una residencia temporal en un campamento o un hotel de fin de semana. Desgraciadamente, el peligro de este debate es que quede capturado por las ideologías extremistas, listas para culpar a la inmigración de todas las crisis. Merkel y la historia de Alemania pueden dar consejos. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Joaquín Roy es Catedrático ‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@miami.edu).

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